Pbro. Lic. Juan José Hernández Flores

Arquidiócesis de México

Comentario al Evangelio

Ni loco, ni endemoniado. Todo el ministerio de Jesús y lo que él encierra en sí, despierta una gran interrogante: «¿Quién es este?» (Mc 4, 41). ¿Quién eres, Jesús?

San Marcos, nos ha presentado en su relato evangélico de hoy (Mc, 20-35), algunas opiniones que la gente de aquel tiempo, emitía con respecto a Jesús. Sus parientes –por ejemplo-, decían que estaba loco, que había perdido la razón; mientras que los doctores de la Ley y demás autoridades judías, pensaban que estaba endemoniado. Pero, sólo quien entraba en completa relación con él, podía constatar que, ni estaba loco, ni mucho menos endemoniado, que inclusive, era toda la acción operante del Dios invisible fluyendo en la tierra, en la persona de su amadísimo Hijo, Jesucristo, el Dios visible. Nadie que lo veía y lo oía, quedaba indiferente a su forma de ser y proceder, porque él sí, se desenvolvía y procedía como quien tiene autoridad –siempre congruente, ecuánime- y no como los demás dirigentes del pueblo de Israel que, decían una cosa y hacían otra.

La autoridad de Jesús, era tanta que por eso causaba asombro en todo Israel. Aparte, llamaba la atención el ver, cómo se relacionaba e increpaba a menudo a los dirigentes, corrigiendo sus posturas y formas de proceder tan incoherentes; Con sus discípulos, admiraba la forma que ocupaba para instruirlos; y con Dios, cautivaba cómo lo llamaba: Padre.

Jesucristo, por todo esto, se ganó la opinión que indicaba que estaba fuera de sí o que su ser era presa de un espíritu inmundo. Sin embargo, aunque su familia va donde se encontraba para llevárselo (Mc 3, 31), y así, guardar el honor de su estirpe –como se acostumbraba en aquel tiempo-; Jesús aprovecha el momento para descubrirnos una novedad: la familia para Dios no sólo consiste en la relación consanguínea, sino también, en la espiritual.

En la que se construye a base de fraternidad y unión en el Señor, y no únicamente en la que se da por generación biológica. Por eso, al escuchar el aviso: « ¡Oye! Tu madre, hermanos y hermanas están afuera y te buscan –Jesús contesta- ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Y mirando a los que est aban con él a su alrededor, dice: aquí están mi madre y mis hermanos. P orque quien cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3, 32-35). Para Cristo, es muy importante que sus seguidores comprendan que el ir en pos de él, escuchar la voluntad de Dios y vivir adecuadamente en el radio de la generosidad y del amor; les hace ya, familiares del Señor.

No es que Jesús desconozca a su parentela que lo busca, más bien, poniéndolos en el centro, sobre todo a su madre; la exalta y reconoce que al hacer la voluntad del Todopoderoso, se estrecha una relación más fuerte que la de la sangre, que se vuelve perdurable. Sí, una relación invisible, pero eterna, como bien lo menciona san Pablo en la segunda lectura de hoy: «Nosotros –los creyentes- no ponemos la mirada en lo que se ve, sino en lo que no se ve, porque lo que se ve es transitorio y lo que no se ve es eterno». (2 Co 4, 18).

Evidentemente, esta novedad es ya de entrada, una perfecta locura para el mundo contemporáneo, que acostumbrado a promover y confiar únicamente lo que se aprecia, lo que se comprueba, sólo cree en lo que ve, y en lo que la ciencia avala, descalificando lo que no se ve, y catalogando lo que no se aprecia a primera vista, como algo mítico, irreal, falso, imposible.

Pero, el pensamiento de Cristo, que es el del evangelio y obviamente el de Dios; no es irreal, mítico, falso o imposible. Es más, para quienes valiente y decididamente se adentran y profundizan en sus enseñanzas y en su amor; caen en cuenta que, todo tiene una razón de ser y una excelente lógica, pues, como decía san León Magno, gran pensador cristiano y eximio pontífice en los primeros siglos de la Iglesia: “hemos nacido para la vida presente, pero hemos renacido para la vida futura; no nos entreguemos, pues a los bienes temporales, sino apliquémonos a recibir los bienes eternos”.

Bienes que pertenecen a la vida futura, a la vida definitiva. Esa vida que Cristo nos consigue con su admirable generosidad, y a la que se nos llama poseer por medio de la escucha de la Palabra divina, la participación de los sacramentos, y la vivencia de todos estos dones en el día a día.

Por otro lado, los maestros de la Ley son enviados de Jerusalén a Galilea para verificar qué hay de este hombre –Jesús de Nazaret-, al cual todos buscan con mucha ansia, y que además, cura a los enfermos, protege a los desamparados y expulsa demonios en nombre de Dios. La conclusión preliminar a la que los letrados de Israel llegan, es que ese tal Jesús: «está poseído por Satanás, príncipe de los demonios, y por eso los echa fuera » (Mc 3,22). Su argumento consistía en que quien expulsa demonios, es porque tiene una fuerza mayor a ellos, aunque negaban que esa fuerza viniera de Dios, porque el proceder del Nazareno distaba mucho –según ellos- del Todopoderoso.

Decían: ese Jesús no respeta el sábado, toca leprosos, come y se junta con gente de mal vivir; por tanto, su obrar y todo él, lo hace en nombre del príncipe o jefe de los demonios. Pero él, les demuestra que su silogismo es erróneo, porque ningún reino, familia o grupo de cualquier índole; puede subsistir si están divididos, fracturados o si se pelean unos con otros. Los dirigentes judíos aun con su sapiencia, no alcanzan a comprender que Jesús no actúa movido por ningún espíritu malicioso, sino todo lo contrario; actúa conforme al Espíritu de Dios, pero al diferir de esto, ellos mismos se cierran al Espíritu divino, porque no lo comprenden, ni lo conocen.

Y precisamente, el pecado contra el Espíritu Santo, el cual es imperdonable consiste en negarse, cerrarse o dudar del poderío de Dios, que siempre actúa en favor de los hombres. Blasfemar contra el Espíritu, es creer que el Altísimo Uno y Trino, no tiene la capacidad de hacer más nada por nosotros. Por eso, quien piense que, inclusive en esta situación calamitosa por la que atravesamos: de injusticia, violencia, destrucción de los ecosistemas, de miseria, perversión, caos, corrupción, de pandemia; ni Dios nos puede salvar, ya está condenado.

Condenado no por Dios, porque él es sumamente bueno y misericordioso; sino que está condenado por su propia apatía, por su misma pusilanimidad, por su pobreza de fuerza e inteligencia, por su mediocridad, porque contando con un Dios grande, fuerte, todopoderoso; cierra su razón y corazón para no dejarlo actuar. Y es que, si cada hombre y mujer de este planeta, abriera su razón y su fe a Dios Uno y Trino, en verdad, veríamos y viviríamos en un mundo completamente diferente. Por ello, este pecado de blasfemia, no se perdona si se sigue sosteniendo que Dios y su Espíritu no pueden actuar en Jesús para salvación de todos.

Finalmente, por eso, de cara al rechazo a su identidad y misión por parte de muchos (Mc 3, 21-22), Jesús forma el nuevo Israel, el nuevo pueblo, desvelando la nueva familia que no es solo de sangre, sino de espíritu, de amor, que se fundamenta en aceptarlo como Mesías, como Dios poderoso, capaz de difuminar toda la inmundicia colocada en nuestro presente como cortina de humo. Así, hemos comprobado que el Señor, no está ni loco, ni endemoniado, que en él, todo cobra nuevo enfoque y que lo que nos ofrece, es su poder capaz de romper todo castillo tirano, impuro y autoritario, para construir uno misericordioso, puro y verdaderamente libre donde lo que reina es la vida plena y feliz. Por ello, animados por su amor y su entrega, abramos nuestra vida al Dios que todo lo puede y lo recrea: Jesucristo el Señor, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

Domingo X - Ciclo B