Pbro. Rodrigo Misael Olvera Díaz
Diócesis de Xochimilco
Comentario al Evangelio
Seguramente antes habíamos escuchado el texto de las Bienaventuranzas. Mateo, en un conocido sermón, nos presenta a Jesús pronunciando las bienaventuranzas desde un monte. Lucas, este domingo en el pasaje evangélico, nos lo muestra en una llanura proclamando no sólo bienaventuranzas, sino también la aclamación: ¡Ay!, a modo de lamentaciones, como si fueran expresiones de dolor.
Jesús se dirige a la multitud que le está siguiendo y en particular a sus discípulos, hombres y mujeres que lo habían dejado todo, o que quizás estaban en la disyuntiva de hacerlo y seguirle. Probablemente, ellos se daban cuenta en su corazón, que las enseñanzas de Jesús eran las opuestas a las enseñanzas del mundo y que era difícil ser su discípulo. Sin embargo, a ellos les dice: “bienaventurados los pobres” (Lc 6, 20), “los que tienen hambre” (6, 21), “los que lloran” (6, 22), “los perseguidos” (6, 23). A simple vista estas palabras, pueden parecer contradictorias, o inclusive, un poco crueles. ¿Acaso Dios quiere el sufrimiento de sus hijos? No puede ser de ningún modo. Entonces, ¿cómo entenderlas bien para acoger el mensaje del Señor?
Jesús nos invita a mirar más allá de lo inmediato y a comprender dónde se encuentra la verdadera plenitud de la vida. La felicidad cristiana no reside en acumular, sino en compartir. No en poseer, sino en darse. Se trata de la pobreza evangélica, que significa una invitación a confiar en Dios y depender más de su providencia y a colaborar con ella con nuestros recursos. Así, quienes optan por este camino, experimentarán hambre, llanto y persecución, porque vivir según el Evangelio exige renuncias.
En efecto, un corazón cristiano, no puede ser insensible o indiferente al sufrimiento, debe conmoverse y actuar como Cristo lo hizo. No podemos refugiarnos en frases como: “ese no es mi problema”, o “algo habrá hecho que se lo merece”, porque nuestra vocación es amar hasta el extremo. Cristo se involucró con el otro y su dolor, a tal punto de morir por su causa. Ser cristiano implica, en ocasiones también, enfrentar el rechazo y la persecución.
Jesús en cambio, con su bienaventuranza, nos advierte sobre las persecuciones que surgen al vivir el evangelio de manera auténtica, basado en el amor la verdad y la justicia. Quien a ello se decide, debe saber que su testimonio suele incomodar al mundo, pues expone injusticias, ambiciones y falsedades, provocando en consecuencia rechazo, exclusión y persecución a su persona.
Jesús no promete una vida fácil, al contrario, deja claro que el camino de la fe implica dificultades. Pero también nos recuerda que, la verdadera alegría no está en la comodidad ni en la seguridad terrena, sino, en la certeza de estar en el camino del amor y la verdad. Cuando nos duele la injusticia del mundo, cuando nos conmueve el sufrimiento de los demás, cuándo nos atrevemos a vivir según los valores del Evangelio, aunque eso nos traiga críticas o incomprensiones, entonces estamos en el camino de las bienaventuranzas.
Ahora bien, el texto repite cuatro veces la interjección “Ay”; “Ay de los ricos”, “Ay de los saciados”, Ay de los que ríen sin medida”, “Ay de aquellos de los que el mundo siempre habla bien”. Esta interjección no indica una maldición. Las bienaventuranzas, son indicaciones. Se trata de avisos, de advertencias; algo que hay que ponerle mucho cuidado.
Esta manera de predicar no es original de Jesús, está en el Antiguo Testamento. La misma expresión está presente con frecuencia en la boca de los profetas. Se trataba de un grito de dolor, de pesar, que le daba voz a las lamentaciones que se hacían sobre los muertos, o también sobre aquellas personas que, por alguna razón, iban en dirección de una desgracia malogrando su futuro.
Con seguridad, estas frases no son amenazas, si no que, son palabras que revelan el dolor de Jesús, ante quienes viven centrados en sí mismos, construyendo sociedades donde priman el egoísmo, la ambición, los placeres banales y la indiferencia. El reino de Dios, y en él, la persona humana, no está hecha de poderes y riquezas, sino de corazones generosos que saben entregarse con amor.
Jesús nos llama a no vivir atrapados por lo inmediato. Ni a buscar solo la aprobación del mundo. Nos desafía a mirar la vida desde una perspectiva más amplia, es decir, desde la eternidad. Nos dice que la felicidad auténtica no están los bienes materiales, sino en una vida de entrega, de servicio y de amor. Cuando somos capaces de renunciar, como Cristo, a nuestro propio interés por el bien de los demás, encontramos la verdadera plenitud.
Jesús nos invita hoy, a mirar nuestra vida y preguntarnos, ¿dónde está mi verdadera seguridad, en lo que poseo o en mi relación con Dios? ¿que buscó con más ansia, la aprobación de los hombres o la voluntad del Padre? Recordemos, hermanos, que este mundo pasa, pero lo que hacemos por amor a Dios y a los demás, queda para la eternidad.
Por eso, si hoy sufrimos, si nos sentimos despojados o incomprendidos, no desesperemos. Jesús nos dice ¡bienaventurados!, porque en medio de nuestras pruebas Dios está con nosotros. Él nos sostiene, nos consuela y nos promete una alegría sin fin. No pongamos nuestro corazón en lo pasajero, sino en el amor que no muere.
Queridos hermanos, el llamado del Evangelio es también una invitación a la generosidad. Si vemos a alguien sufriendo, ayudémosle. Si encontramos a alguien que necesita consuelo, brindémosle nuestro apoyo. La vida cristiana no es solo recibir las bendiciones de Dios, sino compartirlas con los demás, porque cuando nos entregamos en amor, cuando servimos sin esperar nada a cambio, entonces experimentamos la verdadera bienaventuranza de la que habla el Señor. Por ello, optemos por un camino de desprendimiento, de amor comprometido y de servicio.
Que el Señor nos conceda la gracia de vivir con corazones generosos, confiando en su promesa y trabajando cada día por construir su reino aquí en la Tierra, ese reino de bienaventurados.