Pbro. Lic. Juan José Hernández
Arquidiócesis de México
Comentario al Evangelio
La Transfiguración del Señor
“Señor, ¡qué bueno es estar aquí!”. Hoy podemos repetir con san Pedro estas palabras, porque como dice san Anastasio Sinaíta: “No hay nadamás dichoso, más elevado, más importante que estar con Dios, el ser hechos conforme a él”1.
Hermanos(as), ¡y cómo lo necesitamos! Porque en esta vida enfrentamos cosas difíciles, que nos confunden y nos desaniman: enfermedades, problemas en casa, la escuela y el trabajo, etc. Mentiras, injusticias, chismes, bullying, violencia, crisis económica. La muerte de seres queridos. Y saber que un día nos llegará el final.
Pero Jesús, como hizo con Pedro, Santiago y Juan, nos lleva a la presencia de Dios, desde donde podemos ver el panorama de la totalidad de lo real, y la meta que nos aguarda; lo hace orando y platicando con su Padre. Así nos hace ver que, como explica el Papa Benedicto XVI de feliz memoria, en la oración nos unimos a Dios, nos llenamos de su luz y la irradiamos a los demás2.
Por eso Jesús es el cumplimiento de todo lo que anhelamos, y que Dios nos ha prometido, como testimonian Moisés y Elías ¿De qué hablaban con él? Del poder del amor, que es el verdadero poder, capaz de remediar todos los males y de ofrecernos un futuro sin final. Y ese amor es Dios, que se ha hecho uno de nosotros en Jesús.
Amando hasta padecer, morir y resucitar. Jesús hace realidad el éxodo definitivo de la creación; nos libera del pecado que cometimos al desconfiar del Creador, con el que abrimos las puertas del mundo al mal y la muerte, y nos conduce por esta vida, con sus alegrías y sus penas, hasta la tierra prometida: el encuentro definitivo con Dios.
Hermanos(as): Por eso el Padre nos dice: “Este es mi Hijo muy amado. ¡Escúchenlo!”. Escuchemos a Jesús. Sólo él puede guiarnos para alcanzar la meta. Él nos enseña que el único camino es el amor: amar a Dios, y confiar en él; amarnos a nosotros mismos, y vivir como hijos suyos: amar a los demás, y tratarlos como hermanos. Y para que podamos hacerlo, el Espíritu Santo nos acompaña y nos ayuda3.
Así lo comprobaron los apóstoles, quienes compartieron esa experiencia que les cambió la vida, llenándola de esperanza. “No nos fundamos en fábulas dice san Pedro: nosotros mismos lo vimos en el monte santo, en toda su grandeza”4. Y ese poder suyo, como anunciaba el profeta Daniel, nunca se acabará, ¡Es eterno! Su reino de vida por siempre feliz jamás será destruido5. ¡Alegrémonos!6.
Y que esta alegría nos “marque”, como marcó a los apóstoles. Que la esperanza que nos da Jesús nos haga ver más allá de las penas y los problemas, para tener una visión completa que cambie nuestra manera de pensar, de hablar y de actuar. Así no nos quedaremos anclados, sino que seguiremos adelante, hasta alcanzar la vida plena y eterna. Porque como dice san León Magno: “nadie dude que recibirála recompensa prometida”7.
Que esta certeza nos impulse a unirnos a Dios en la oración. Así, llenos de su amor, podremos irradiarlo a la familia, a los amigos, a los vecinos, a los compañeros de escuela o de trabajo, a los vecinos, a la gente con la que tratamos, a los más necesitados. Un amor que ha de llevarnos a ser honestos, comprensivos, justos, pacientes y serviciales: a saber perdonar y pedir perdón.
Quizá pensemos que esto no es fácil, porque probablemente sintamos que en nosotros mismos, en nuestra casa y en el mundo hay demasiadas tinieblas. Pero como dice el refrán: “más vale encender un fósforo, que maldecir la oscuridad”. “Lo único que se necesita para que el mal triunfe, decía Edmund Burke, es que los buenos no hagan nada”.
Unidos a Dios y entre nosotros, fijando la mirada en la eternidad feliz que nos aguarda, transfiguremos su amor y hagamos que triunfe el bien. Que Nuestra Madre y Patrona Nuestra Señora de la Piedad, interceda por nosotros para que lo hagamos así.
Notas:
[1] Sermón en el dia de la Transfiguración del Señor, 241-244.
[2] Gesù di Nazaret, Ed. Rizzoli, Italia, 2007., pp. 357-358.
[3) Cf. ORÍGENES, In Matthaeum, hom. 3. [4]Cf. 1 Lectura: 1Pe 1,16-19.
[5] Cf. 2 Lectura: Dn 7,9-10.13-14. [6]Cf. Sal 96.
[7] Sermón 51,4.8; PL54, 313.