Pbro. Lic. Juan José Hernández Flores
Arquidiócesis de México
Comentario al Evangelio
Escribe san Agustín: “Hoy nuestro Señor Jesucristo ha subido al cielo, suba también con él nuestro corazón…”.
La fiesta de la Ascensión de Cristo a lo más alto de la gloria, ha de ser para nosotros una vez más, el señalamiento de nuestra meta. El cielo. La gloria. La vida a lado de nuestro Dios. Precisamente las lecturas de este glorioso domingo, contribuyen a que comencemos a apetecer, ya desde ahora, el deseo de llegar allá, donde nuestro Pastor resucitado nos precede. Por supuesto que este deseo, no viene por iniciativa propia, no surge de un chispazo espontáneo de nuestra razón, sino que viene ante todo, por sabiduría y revelación divina (Ef 1, 17), tal y como lo afirma el apóstol –en la segunda lectura-, porque gracias a la luz divina, que ha querido manifestarse a los ojos humanos: podemos ubicarla, distinguirla y –si así lo desea cada quien- seguirla. Esta luz, es Jesús, Hijo de Dios Altísimo, quien ha salido del cielo para mostrarnos el verdadero camino, y ha retornado al cielo, para decirnos que para la humanidad hay suficiente lugar en el paraíso. Pero en sí, ¿qué quiere decir todo esto?
Escuchemos las palabras sabías de san León Magno, que dice: [con esto] “no solamente se proclama la inmortalidad del alma, sino también la de la carne. De hecho, hoy no sólo se nos confirma como poseedores del paraíso, sino que también penetramos en Cristo en las alturas del cielo”.
El ascenso del Señor a la gloria es la forma de recordarnos que sólo por el Hijo, con el Hijo, y en el Hijo eterno del Padre; nosotros tenemos un sitial en su morada. Por eso, este día más que vivirlo como un momento nostálgico, porque “aparentemente” el Señor se ausenta de los hombres; ha de ser un motivo de regocijo, tal y como lo tomaron los discípulos que, luego de observar cómo Jesús se elevaba de la tierra y subía a donde está su Padre; se sintieron totalmente impulsados a proclamar la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte (Mc 16, 20), mientras Jesús resucitado actuaba en ellos confirmando las obras que hacían y dotándolos de todo poder y carisma para llevar a buen término la obra buena que había puesto en sus manos.
También, el misterio de la Ascensión del Señor, nos comunica que nuestra humanidad, es elevada a la altura de Dios. Ciertamente, Jesucristo, al ser enviado por Dios al mundo, baja sólo del cielo, más al volver al cielo, no va solo; lleva nuestra humanidad, pero esta, no la presenta llena de manchas y arrugas por el pecado y la concupiscencia, ¡no! La presenta al Padre Celestial, renovada, limpia, redimida, verdaderamente salvada por los méritos de sus sufrimientos. De tal forma, que hoy, al llevar Jesús nuestro “humus”, o sea, nuestro polvo humano restaurado, limpio de toda impureza maliciosa, y ponerlo delante de Dios; se une la tierra con el cielo, lo humano con lo divino.
La finalidad del plan de salvación radica entonces, en que hombres y Creador, cohabiten en una misma atmosfera, en un mismo tiempo, en un mismo amor. Evidentemente, esta coexistencia se da de forma paulatina, ya que si bien, el ascenso al cielo, puede entenderse a simple vista como un desprendimiento de Jesús y sus fieles; en realidad es un peregrinaje progresivo, que genera nueva presencia de Cristo en su Iglesia; porque él, –dice el prefacio eucarístico de este día- “no se fue para alejarse de nuestra pequeñez, sino para que pusiéramos nuestra confianza en llegar como miembros suyos, a donde él, nuestra cabeza y principio nos ha precedido”.
Y es que, en verdad, somos sus miembros; el bautismo nos ha hecho parte de Cristo, pues al recibir este baño regenerador, se nos injertó a su cuerpo, a su dinamismo, a su amor, y por ende, a su vida divina. Por lo cual, podemos señalar y decir con gran certeza que Jesús es nuestra cabeza, y nosotros somos sus miembros, llamados a seguirlo, ya que él, ascendió hoy al cielo. Se fue, pero, no nos abandonó. Salió de nuestras coordenadas temporales y geográficas, pero no de nuestro corazón. Su salida física es para prepararnos un sitial en su paraíso –así lo ha dicho-: «En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones… voy a prepararles una. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar volveré de nuevo y los llevaré conmig o…» (Jn 14, 2-3).
Al irse al Padre, Jesucristo nos precede, se adelanta. ¡No nos abandona, ni se deslinda de su cuerpo, que somos su Iglesia! Más aún, no podría hacerlo, porque ¿cómo dejar sus sarmientos a la deriva? ¡Se secarían! ¿Cómo abandonar a su esposa, la que hizo suya desde la cruz? ¡Todo hubiese sido en vano! Como excelente Siervo, se dirige a disponernos el sitial correspondiente, y mientras lo vemos subir a la gloria, nosotros, imitando a la novia del Cantar de los cantares, le decimos: «Correremos hacia ti…» (Ct 1, 4). En efecto, eso es lo que nos toca hacer, ir en pos de él, porque así como el imán atrae todo hierro, Cristo que es Misericordia pura, atrae hacia sí, todos los corazones, y si alguno no se siente atraído o incluido, que no culpe al Señor, puesto que él a todos ama, y como la gallina cubre a sus polluelos (Mt, 23, 37), Jesucristo desea arropar a todos con su brazos siempre extendidos; aunque por desgracia, no todos lo quieran, ni acepten el amor que ofrece. Pero, quienes sí lo queremos, quienes sí esperamos y confiamos en su amor providente; grabemos esto en el pecho: ¡No estamos desamparados, ni quedaremos defraudados! El Señor está de nuestro lado y siempre nos acompaña.
El hecho de subir al cielo, da oportunidad para descubrir una nueva forma de su presencia. ¿Cómo? Por medio de signos concretos y eficaces como lo son los sacramentos, el evangelio y desde luego, el mandamiento del amor; además de otorgarnos lo que da cohesión a todo esto, su Espíritu divino. Esta presencia nueva, ya la señalaba y la decía perfectamente nuestro buen amigo Juan Pablo II, cuando al despedirse de nuestra patria en su quinta y última visita, pronunciaba: “¡Me voy, pero no me voy! ¡Me voy, pero no me ausento! Pues, aunque me voy, de corazón me quedo” –y añadía en aquel momento- ¡México lindo, que Dios te bendiga! Jesucristo, así también nos dice: pues aunque me voy, de corazón me quedo.
Queridos amigos, que esta fiesta sea asumida por cada uno con gozo y esperanza. ¡Ánimo! Cristo, volverá y nos llevará a la gloria, que esta despedida momentánea, no opaque el júbilo y la dicha de haber sido tocados por su amor, de sentirnos parte de su cuerpo, y de ser verdaderamente herederos de su Reino. Mientras llega ese momento, corramos hacia él, que el amor sea nuestra pista y los sacramentos nuestro combustible, suba por tanto nuestro corazón al cielo, porque es ahí donde en efecto está nuestro tesoro. Supliquemos fervientemente, que sane toda herida de desconfianza en él, y en los demás para ser hombres, verdaderamente nuevos, renovados. Hombres portadores y constructores de paz.
Deus caritas est.