Pbro. Lic. Sergio E. Vivas Hernández
Diócesis de Campeche
Artículo
El acontecimiento de la resurrección de Jesucristo ha venido darle sustento a nuestra alegría, porque la ha constituido como verdadera y permanente. Si esto no hubiera ocurrido aún estaríamos disimulando una infundada y frágil alegría, esclava del modelo social que tiene por valor absoluto el “éxito”.
La experiencia de quienes «abandonándolo todo siguieron a Jesús» (Cf. Lc 5,11) bien podría dividirse en dos etapas: La etapa previa a la muerte del Maestro y la etapa posterior a dicho acontecimiento.
La fama y el respeto que adquirió Jesús durante su etapa misionera, por sus muchos y sorprendentes milagros, alcanzó la vida de sus más cercanos seguidores. Pero éstos gozaban no sólo de los logros ajenos del Maestro, sino también de los propios, «Señor, hasta los demonios se nos sometían en tu nombre» (Cf. Lc 10,17).
Los discípulos estaban experimentando, en esos momentos, el mayor gozo de sus vidas. No considero sea exagerado señalarlo como tal. La realidad de lo que ahora están viviendo excede lo que habían imaginado, tanto que incluso uno de ellos al presenciar la transfiguración del Señor exclama con ingenuidad: «Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres hago tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mt 17,4).
Esa impresión de éxito que experimentan los discípulos comienza a disolverse con la aprehensión de Jesús (Cf. Jn 18,1-14) y concluye el “viernes santo”. Viernes de estrepitosa tragedia para los colaboradores más cercanos del Nazareno, que bien pudieron hacer suyas, en ese momento, las palabras de los cabizbajos discípulos de Emaús «Nosotros esperábamos que él fuera el libertador de Israel» (Lc 24,21).
Aterrados por la inminente ejecución de Jesús, los discípulos se refugian en una casa conocida. De nuevo están reunidos, pero no está Jesús con ellos. En el grupo hay un vacío que nadie puede llenar. Les falta Jesús. ¿A quién seguirán ahora? ¿Qué podrán hacer sin él? El evangelista San Juan dibuja con gran realismo este momento: «Estaban reunidos los discípulos en una casa con las puertas bien cerradas, por miedo a los judíos» (Jn 20, 19).
La comunidad de los discípulos se encuentra sumergida en el miedo y la incertidumbre, el liderazgo de Pedro se ha congelado, «el discípulo al que Jesús amaba» guarda silencio; en resumen, las tinieblas de la crucifixión han alcanzado los empequeñecidos corazones de los discípulos de Jesús. Es verdaderamente un momento crucial para la vida de cada uno de ellos. Sin Jesús no hay horizonte. Sin Jesús todo esfuerzo es inútil (Cf. Sal 126,1).
Con «las puertas cerradas». Ante tal panorama la clausura se presenta como la mejor opción. Pero una opción que contradice el deseo de Jesús y la identidad de la Iglesia. Comenta el Papa Francisco al respecto:
«Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien» (EG 2)
Una Iglesia encerrada en sí misma es exactamente lo que no quiere Jesús (Cf. Mc 16,15). Cuando los discípulos parecían ser presa de la desesperanza por tan inquietante pérdida aparece Jesús Resucitado en medio de ellos y les devuelve la alegría del seguimiento. Jesús siempre:
«… nos permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase» (EG 3).
Jesús Resucitado toma la iniciativa. Rompe la clausura de la casa donde se encuentran resguardados y la clausura del corazón que desdice la esencia del discipulado. Lo primero que les devuelve es la paz. Ningún reproche por haberlo abandonado, ninguna queja ni reprobación.
Dos veces les repite: «La paz esté con ustedes» (Cf. Jn 20, 19-21). Les regala su paz inconfundible. Una paz que jamás les podrá dar el mundo debido a que la fuente única y originaria, de mencionada paz, es el Resucitado.
En el mensaje para la Pascua del 2015 la Cáritas Española haciendo referencia a lo anteriormente señalado lo describe del siguiente modo:
«Ya no es tiempo de queja ni de lamentos, porque hay quien en medio del fracaso, del dolor, de lo oscuro y la desesperanza puede hacer arder el corazón y darnos el pan de la esperanza y de la alegría para volvernos a los hermanos que aún están en la cruz o junto a ella, y darles lo que les pertenece, como es la verdadera alegría del evangelio y de la buena noticia de la resurrección».
Al enseñar Jesús a los discípulos «las manos y el costado», en esas cicatrices pudieron descubrir que les ha amado hasta el extremo. Al ver y reconocer al Señor con sus llagas, los discípulos «se llenaron de alegría». Una alegría que ya nada ni nadie les podrá quitar.
«La alegría del discípulo no es un sentimiento de bienestar egoísta sino una certeza que brota de la fe, que serena el corazón y capacita para anunciar la buena noticia del amor de Dios» (DA 29).
Jesús es consciente de la poca y débil fe de sus discípulos. La expresión «hombres de poca fe» se repite varias veces en el evangelio de Mateo (6, 30; 8, 26; 14, 31; 16, 8). Necesitan la fuerza de su Espíritu para cumplir su misión. Por eso hace con ellos un gesto especial. No les impone las manos ni los bendice, como hacía con los enfermos y los niños. «Exhala su aliento sobre ellos y les dice: “Recibid el Espíritu Santo”» (Cf. Jn 20,22).
Su gesto tiene una fuerza expresiva. Según el libro del Génesis, Dios modeló a Adán con «barro»; luego sopló sobre él su «aliento de vida» y aquel barro se convirtió en un ser «viviente».
Según el relato evangélico, las comunidades cristianas son «barro», fragilidad, pero tras ellas está el Resucitado dándoles aliento, espíritu y vida. En una sociedad donde hay tantos y variados motivos para el desánimo y el miedo, resulta urgente tomar conciencia no sólo de la Resurrección de Jesús sino también de la nuestra. El mundo necesita de nuestra alegría, la alegría que proviene de sabernos resucitados y amados por Jesús.
El amor fiel de Jesús es nuestra fortaleza, es la fuente a la que podemos acudir cuando nos sentimos vacíos y sin ideas claras para seguir avanzando, «da más fuerza sentirse amado que fuerte». Si este amor es una fuente inagotable, entonces estamos a salvo (Cf. Cant 7,7), nuestra alegría está a salvo, nuestra alegría es verdadera y permanente.
Fuentes
F. Maya, ¿Qué has hecho con tu hermano?, Cuaresma y Pascua 2015, Cáritas Española 2015, 215-227.
Papa Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 24 de noviembre, 2013.
DOCUMENTO APARECIDA, V Conferencia General del CELAM 2007.