Pbro. Rodrigo Misael Olvera Díaz
Diócesis de Xochimilco
Comentario al Evangelio
Hermanos, este domingo se nos presenta un evangelio conocido por todos. Es el primero de los siete signos que el evangelista San Juan relata, para manifestar la gloria de Jesús; las bodas en Caná de Galilea. Un relato que, sin duda, va más allá de salvar la situación de unos novios a quienes el vino de su fiesta se les ha terminado. Milagro que por lo demás, comparado que con otros evangelios, diríamos que no es muy espectacular. De hecho, es curioso que el primer milagro de Jesús sea en una boda.
No obstante, si nos fijamos en sus distintos detalles, nos daremos cuenta que está lleno de varias figuras teológicas, que la comunidad de la iglesia, al descifrarlas, ve en ellas la gloria del Señor para así poder creer más en él. Es que, efectivamente, en una boda la fiesta y la alegría están más que servidas. Precisamente el Dios que se nos ha hecho hombre en Navidad también quiere disfrutar de las alegrías humanas. Por eso, Jesucristo transforma el agua en vino. Es decir, tenemos un Dios que, en el mejor de los sentidos, quiere que continuemos alegres en las bodas de nuestra vida cotidiana. Es decir, que tú y yo continuemos alegres, a través de los sacramentos, a través de la oración y en el contacto con su hijo Jesucristo.
La gran boda de la cual San Juan nos habla, es aquella que muchas veces fue anunciada en el Antiguo Testamento. Se trata de la boda entre Dios y su pueblo. La alianza eterna. Por ello, en la primera lectura nos recuerda el profeta Isaías las palabras: “Como un joven se desposa con una doncella, así te desposará contigo tu hacedor. Cómo se regocija el marido con su esposa, se regocija tu Dios contigo” (Is 62,5). Recordemos entonces, que en la historia de salvación, Dios quiso a su pueblo por esposa, sin embargo esa preciosa relación entre Dios esposo y su pueblo esposa, por culpa humana se desvirtuó.
A su vez, San Juan representa en el texto, la ley de moisés por medio de las seis tinajas de piedra. Recordemos que, para la cultura hebrea de aquel tiempo, era un número de imperfección. No siete, que era el número de plenitud. Pero lo peor de todo es que, esas seis tinajas no tenían vino. Es decir, no tenían alegría, ni el gozo de sentirse amados como esposos de Dios. Podemos interpretar que, la religión de los fariseos y escribas de su tiempo, se había transformado en una carga pesada. Era solo una relación comercial con Dios. Este con su ley era como un patrón al que había que cumplirle y no un esposo al que se ama incondicionalmente.
Ahora bien, Jesús, en las Bodas de Caná, llena hasta el borde de agua las tinajas, para ser transformadas en vino. Cristo es el fin de todo lo que el Padre ha creado. Desde el principio Dios nos ha querido hijos en el Hijo. Él es el sacramento del Padre, es su amor visible, la afirmación de la alianza perenne de Dios que busca a los hijos para dignificarlos y promoverlos en el camino de la filiación y de la fraternidad. Cristo es sacramento amoroso de Dios esposo. La obra de la redención es del padre, pero fue a través del envío de su hijo que la alianza eterna se perpetuó. De modo que, si Cristo es el hombre perfecto, Dios es el esposo perfecto que no descuida jamás a su pueblo.
Y es que, si al comienzo de su vida, Jesús transforma el agua en vino, es al final de su vida que, transforma el vino en su sangre. La sangre significa el paso de la vida, es decir, si la sangre en un ser vivo corre, quiere decir que hay vida. La sangre es, la vida misma. Y cuando bebemos la sangre de Jesucristo, lo que queremos es obtener vida, la misma vida que nos otorgan los sacramentos. Entonces, valdría la pena constatar que, en nuestros mismos rostros cristianos, hemos perdido la vida de la fe, transformando nuestra iglesia en una institución que para muchos es insípida. Pero esa no es la iglesia que Dios nos pide.
¿Qué hacer entonces? Jesús nos llena las tinajas de vino. El milagro lo hará él, pero nos pide llenar primero nosotros las tinajas de agua. Hacer nuestro mayor esfuerzo, llenándolas hasta el borde, con la vivencia de una fe alegre y llena de esperanza. Luego vendrá la certeza de que, a través de él, se establece ese pacto de amor entre Dios y la humanidad.
La misericordia de Dios, que se mira reflejada en la vida de los invitados de la boda, y que se manifiesta en la intercesión de la Virgen María, da muestra de que la humanidad encuentra una manera radicalmente distinta de relacionarse con Dios. No fundada en un deber ser, sino, en un deber amado. Ya no son tinajas de piedra, vacías, sino que ahora están llenas de vino. Es decir, llenas de la alegría que el amor de Dios, manifestado en Cristo, no da. El amor a Dios lo es todo en esta vida, no hay algo más en esta vida que amarlo a él, esperar en él y creer en él.
La madre de Jesús, en representación de ese pueblo judío sencillo, es la que se da cuenta de que hace falta vino. Para san Juan, en este relato, es ella la que toma conciencia y solicita el favor a su hijo. Ella apela por la tristeza a la que eran sometidos los novios. “No tienen vino” (Jn 2, 3), en otras palabras: “Les han quitado la alegría de creer y vivir”. Por eso, adelantando la obra de su hijo, e intuyendo las consecuencias, dice: “Hagan lo que él les diga” (Jn 2, 5). Y es que María, sabía que su hijo era ese esposo que venía a traer la salvación, la libertad, y la vivencia de una fe, fundada en el amor y no en el temor de la culpa.
El amor nos empuja como cristianos a darlo todo, por la gloria de Dios y por nuestra salvación. Dios no quiere sobras de nuestra vida, si él nos lo da todo, entonces por qué no darlo todo por amor. Seguramente existe el miedo y la incredulidad, pero si nos esforzáramos en pedir al Señor su ayuda para llenar las tinajas vacías de nuestra vida, podríamos superar todos los miedos y actuaríamos más decisivamente. El abandono en la misericordia y la confianza, pueden levantar un alma derrumbada por el dolor y el sufrimiento que acontece en la actualidad.
Sin embargo, existe en la Iglesia, una realidad anticipada al encuentro con el amor y la misericordia de Dios, puesto que somos hombres frágiles y el perdón nos aporta felicidad. Por eso, el cristiano debe enfrentar todos los obstáculos que encuentra en su camino, para poder salir adelante con la ayuda de Dios. Porque, el hombre de hoy se puede santificar con lo ordinario de la vida, solo hay que hacer lo que nos corresponde, y así, en esa simplicidad, encontraremos en verdadero sentido de la vida, impulsada por el amor.
Los invito, hermanos, a que oremos juntos a Dios, pidiéndole que valore todo lo bueno que hacemos en favor de los demás. Y que Cristo, quien es el rostro del Dios vivo, desborde nuestras tinajas de la fe, para que con la intercesión de la Santísima Virgen María, levantemos el rostro de la esperanza y dejemos atrás nuestras tristezas. Abandonemos las ideas de que el vino de nuestra vida; el sabor y su esencia, se han acabado para siempre, porque Dios siempre tiene más vino, para ti y para mí. Así sea.