Pbro. Lic. Juan José Hernández Flores

Arquidiócesis de México

Comentario al Evangelio

Y cuando todo parecía precipitarse por el barranco del caos y la desesperanza; «se abrió el cielo…» (Lc 3, 21), dice el evangelio de hoy, y llovió el Justo (Is 45, 8): llegó la luz al mundo, Jesucristo el Señor. Igualmente, en el momento de hacerse bautizar Jesús, por Juan: «se abrió el cielo…» (Lc 3, 21) y se vio al Espíritu de Santo, al mismo tiempo que se oyó la voz del Padre Celestial.

Dios ha salido a nuestro camino. Traspasó su círculo celeste y puso su morada entre nosotros (Jn 1, 14). Frente a esta divina manifestación, salgamos también de nuestro círculo mundano, y vayamos en pos de él. Provoquemos el cruce de nuestras vidas con su magnífica persona. Dejémonos alcanzar por la novedad de su amor. Cristo –expresa el evangelista-, se ha hecho bautizar (Lc 3, 15-16. 21-22). Bajó a las aguas del río Jordán, y su descenso es una total reconciliación. Bajó para santificar las aguas, las cuales acogerán a tantos y tantos que lo buscarán con sincero corazón. Bajó a sepultar la figura del viejo Adán que es pecador, y también, para invitarnos a retomar la vida a su estilo, o sea, en completa y perfecta santidad.

En efecto, considerando los bienes que produce su admirable descenso, bajemos también nosotros, a las aguas con él. Descendamos, como lo hace el Señor. Abandonemos las alturas de la autosuficiencia y bajemos a la humildad. Sumerjamos nuestra alma en el agua bendita, en el agua viva que es Jesús, de tal forma que, una vez limpiados de nuestras inmundicias; subamos de nuevo gozando de su dulce compañía, irradiando la vida nueva que sólo Cristo nos puede ofrecer, la santidad.

Precisamente aquí se halla el motivo del Bautismo del Señor: ponernos ejemplo de cómo debemos descender, para luego ascender. Él, que sin conocer pecado en su persona, nos demuestra cómo lavar el pecado de nuestra carne. ¡Oh, bendita lección! ¡Oh, magnífica enseñanza! La pedagogía divina siempre es salvadora e iluminadora, porque además de señalarnos el camino hacia la salud de nuestra alma, nos conduce a considerar que si por un hombre, Adán, se habían cerrado los cielos para él y toda su raza, por otro Hombre, Jesús, se han abierto para la raza renovada que ha puesto su amor y confianza en él. Pero, la apertura del cielo tiene algo más que decirnos, lo que por desobediencia humana se volvió impenetrable, por obediencia divina se volvió accesible, y no sólo accesible, sino que también, se convirtió en verdadera herencia, porque se mostraron y se hicieron perceptibles los tesoros que contiene en el cielo: al Espíritu Santo y la Voz del Padre que ratificaban al Hijo en misión.

De esta forma, la Sabiduría de Dios, quiere decirnos con esta triple manifestación, que las tres personas de la Augusta Trinidad, rotan y circundan la vida humana, incluso, que por los méritos del Divino Salvador; los que en el principio fuimos expulsados del paraíso, ahora podemos ingresar de nuevo, así como el pueblo elegido, que fue deportado y más tarde regresó victorioso a retomar lo que era suyo; así nosotros, en virtud de Jesucristo, Hijo Eterno del Altísimo, podemos ser llamados también, hijos de Dios.

De hecho, la iniciativa de Jesús de dejarse bautizar, hunde su raíz en el querer de Dios, de señalarnos el camino verdadero para llegar a ser hijos en el Hijo. ¡Sí! todos nosotros hemos llegado a ser hijos de Dios, por el Hijo Eterno que es Cristo, el cual, no sólo nos compró con su sangre, sino que además, como buen Maestro nos enseñó como entrar de nuevo por las puertas del paraíso. ¿Y cómo se entra al cielo? Bautizándonos. Purificándonos, dejando que su Espíritu enjuague nuestra vida en las aguas del bautismo y que nos inflame con el fuego de sus dones que ante todo se expresan por medio de la caridad dada y compartida. En efecto, por esta razón, el evangelista no ha permitido que pasara de largo la figura de este Espíritu Divino, que lo anuncia, como en forma de paloma (Lc 3, 22). El cual, notifica el fin de una era (la muerte eterna), y el principio de otra (la vida inmortal). Diría san Gregorio Nacianceno: “así como la paloma, muchos siglos atrás, anunció el final del diluvio (Gn 8, 11), así, lo hace el Espíritu Divino [en forma de paloma], presagiando el principio de la cristiandad”.

Por tanto, en esta fiesta del Bautismo del Señor –culmen también de las fiestas navideñas-, alabemos a Dios Uno y Trino, que en su bondad ha querido poner fin a nuestra desgracia y ha abierto para nosotros, el tiempo de conversión, el tiempo de regresar a su maravilloso amor. Agradezcamos, pues, el don de Jesucristo, el Hijo muy amado del Padre (Lc 3, 22), que es enviado para divinizarnos y hacernos partícipes de su vida inmortal. Y también, recobremos el valor de nuestro propio bautismo, porque gracias a él, podemos entrar al paraíso, el cual se abrió para tomar posesión de la herencia que el mismo Jesús nos ha prometido, la vida eterna, la felicidad plena.

Deus caritas est”.

El Bautismo del Señor