Pbro. Lic. Juan José Hernández Flores

Arquidiócesis de México

Comentario al Evangelio

«San Pablo, en su primera carta a los corintios; pregunta: «¿tienes algo que no hayas recibido? » (1Co 4, 7). Pensemos en todo lo que tenemos, desde la misma vida y la propia salud, hasta cada uno de los bienes que poseemos. ¿Hay algo que no hayamos recibido? Nada. Aunque nos haya costado, trabajo, tiempo dinero para obtener lo que poseemos; todo ha sido: don y gracia de Dios.

La página del evangelio de este domingo, nos sitúa en un acontecimiento estremecedor, la ofrenda de una viuda sumamente pobre. Pero antes de ello, encontramos una importante exhortación de Jesús a sus discípulos, les dice: «¡Cuidado con los escribas!» (Mc 12, 38). Los escribas eran personas demasiado cultas, gente muy letrada, conocedora de las Escrituras, cuyo prestigio se encontraba por arriba de muchos, dentro de la sociedad judía.

Sin embargo, tenían un detalle –que el mismo evangelista describe-: «Les gusta pasearse con largas túnicas, que los saluden en las plazas, que les den los primeros lugares en las sinagogas y los puestos de honor en las sinagogas y los puestos de honor en los banquetes , mientras devoran los bienes de las viudas y fingen hacer largas oraciones» (Mc 12, 38-40), o sea, tendían a ser arrogantes, ambiciosos, avaros y abusivos. Por ello, Jesús alerta a sus seguidores a no incurrir en las mismas posturas y actitudes de estos que, valiéndose de su condición ofendían a Dios y maltrataban al prójimo, pues, lo único que deseaban eran las reverencias, los reconocimientos, las ovaciones, y ser los primeros en todo; olvidando que por su eminente capacidad de interpretar las Escrituras, estaban al servicio del pueblo.

Y por si esto no fuera poco, en muchos escribas y demás letrados, anidaba una avaricia criminal que destrozaba a los más pobres, porque con el título de “sabios piadosos”, en verdad, eran gravosos para quienes la estaban pasando mal. Con sus largos e inoportunos rezos, agobiaban realmente al resto de Israel. Inclusive, con ocasión de las visitas a las viudas y de rezos por los difuntos, se demoraban bastante en las casas y se hacían servir como grandes señores, negando de esta forma, a Dios, quien es Padre de los más indefensos, es decir: de los huérfanos, y de las viudas (Sal 68, 6). En vez de ayudar, empobrecían a las familias más necesitadas, volviéndose un peso insoportable para la gente de aquel tiempo, además, se valían de una piedad ostentosa, falsa, vana y vacía.

Bajo estas apariencias solemnes y respetables, escondían la falsedad y la injusticia; por eso, su castigo será severo, como el de los impíos, pues, aunque adulaban con “bonitas y pías palabras” a Dios, lo ofendían gravemente al lastimar y aprovecharse de los miserables.

En contraste con esta clase de gente, hallamos también en el pasaje de hoy, a una mujer viuda (Mc 12, 41-44). Generalmente, las viudas eran muy pobres, puesto que la mayoría de ellas, adolecían de protección y de manutención. Esto, hace admirable todavía más la escena evangélica. Jesús, sentado frente a las alcancías del templo, observa cuán piadosamente aquella hija de Israel, se aproxima a ofrendar al templo.

Quizá avergonzada o hasta abatida, llega al recinto sacro para dejar su óvolo, el cual, pudo parecerle insignificante por ser tan poco, pero para Dios, es lo máximo. Con esa ofrenda, la mujer no deja entrever su indigencia, ¡no! más bien, muestra su generosidad, su piedad y su gran amor devoto al templo del Señor. “Porque para Dios, lo mejor, aunque cueste”. Obvio, la multitud no la vio, pasó desapercibida: “una más, qué más da”; pero para Jesucristo, que nada escapa a su mirada, no fue así. La ve y la exalta, la observa y la elogia; «les aseguro –dice a sus discípulos- que esa viuda p obre ha dado más que todos los que echan dinero en las alcancías porque todos han dado de lo que les sobra, pero esta ha dado todo lo que tenía para vivir» (Mc 12, 43-44).

Sí, materialmente hablando, poco se podía hacer con ese donativo, pero en Dios no tiene prioridad la cantidad, sino la calidad, la intención con la que se hacen las cosas. Al referir san Marcos, que era todo lo que tenía para vivir, podemos decir que no dio dos monedas, dio su alma, su vida, todo su trabajo, todas sus fuerzas, todo su corazón. La profundidad de su piedad interior es lo que ofreció y por ello, ella dio más que todos. Porque no se trata de dar por dar y ya.

De lo contrario, se da pero sin valor, sin intención, sin piedad, sin amor; ¿y así de que sirve eso? Si no se ofrenda con amor, con fe y devoción se queda todo en un mero obsequio, pero sin ofrendar, pues ofrendar es dar desde la profundidad de nuestro ser. En palabras de Santa Teresa de Calcuta, diríamos que ofrendar es “dar hasta que duela… y si duele, [si cuesta] es que es buena señal [es buena ofrenda]”. Esta mujer, debido a su miseria, bien pudo dar solo una moneda y la otra podía habérsela quedado, era pobre y se valía que así pensara; pero no quiso quedar a la mitad con Dios, comprendió que lo que recibió, le fue dado de lo alto y por tanto, a lo alto lo retornaba. ¡Qué bello pensar así, ser así! Reconocer que lo que tenemos lo debemos a otro y no arrogarnos nada para sí, como si lo que tenemos nos diera mayor importancia o más dignidad. En la pobreza comprendió que, teniendo a Dios, se tiene todo.

Por tanto, a la luz de este pasaje evangélico, sería muy saludable que nos preguntemos acerca de nuestra generosidad con Dios y con nuestros semejantes. ¿Soy generoso? ¿Ofrendo o solo doy? Recordemos la pregunta de san Pablo: «¿ tienes algo que no hayas recibido? » (1Co 4, 7). Si tenemos algo que no hayamos recibido, no demos nada; pero si todo lo que tenemos nos ha sido dado; entonces estamos llamados a ofrendar, no sólo a dar. Oremos, pues, para ser generosos con el Señor y con nuestros hermanos. Y también, supliquemos para evitar caer en actitudes lamentables como la de los letrados de Israel. ¡Líbrenos Dios! de pasearnos con largos y elegantes mantos nuestra ciencia, de buscar el honor, la reverencia y los primeros lugares como premio a nuestro rango; de aprovecharnos de las oportunidades para devorar a los más indefensos. Vigilemos nuestro proceder y, tributemos a Dios lo que le toca en nuestro prójimo, sólo así hallaremos gracia a los ojos del Señor.

Domingo XXXII - Ordinario - Ciclo B