Pbro. Dr. Manuel Valeriano Antonio

Diócesis de Xochimilco

Comentario al Evangelio

El verbo que más se repite en la Liturgia de la Palabra de este domingo es el verbo “amar”. Pero más allá de su repetición, lo escuchamos mencionar prácticamente en cada momento y podemos verlo materializado cuando descubrimos servicios en los que alguien hace algo bueno por y para los demás. Compartimos, a la luz de esta Palabra, dos ideas que pueden alimentar nuestra vida cristiana.

1.- Los imperativos son una realidad de todos los días, es decir, en una jornada debemos realizar esto o aquello porque cada día tiene sus deberes. Podríamos apuntar que una jornada e incluso la vida es un conjunto de imperativos. Pero, el amor, que forma parte de fundamental de la historia humana, ¿puede ser mandado? ¿se puede mandar el amor? A fin de cuentas, sostienen algunos, es un sentimiento que puede tenerse o no, pero que no puede ser creado por la voluntad. De cara a la inquietud a penas señalada, el libro del Deuteronomio nos recuerda que “nuestro Dios es el único Señor” y, por lo tanto, como dice nuestro amado Papa Benedicto XVI, el “mandamiento” del amor es posible sólo porque no es una mera exigencia: el amor puede ser “mandado” porque antes es dado. Sí, nuestro Dios nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este antes de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta.

2.- La liturgia busca subrayar la inseparable relación entre amor a Dios y amor al prójimo. En una especie de co-principios nos percatamos que ambos están estrechamente entrelazados. Los sabios subrayan que el amor define quién es Dios y a la luz de ese amor se entiende quién es el hombre. En este sentido, el amor como un movimiento interior constituye una única realidad, aunque con diversos aspectos. En efecto, San Agustín sostiene que si en el amar se ama el amor y se conoce qué es el amor, entonces el amor es un movimiento que implica unidad. No existen dos amores (amor al prójimo y a Dios), sino un único amor. Dice San Agustín: “El amor por el que amamos a Dios y al prójimo posee confiado toda la magnitud y latitud de las palabras divinas”. Sin embargo, es evidente que el amor a Dios y al prójimo constituye dos aspectos diversos, pues una realidad es Dios y otra el prójimo, y así, aunque sean amados con un mismo amor, no por eso lo amado es una sola realidad. En este sentido, debemos entender también, al estilo agustiniano, que el amor a Dios es lo primero en el mandamiento, pero el amor al prójimo es lo primero en la ejecución o en la realización. San Agustín establece una prioridad temporal respecto al amor, mediante el amor al prójimo, e interpela a quién no sabe qué es el amor, conocerlo a través del amor al prójimo.

Como hemos señalado ya, apoyados en los presupuesto del Papa Benedicto XVI, el amor no es algo que se produzca, sino que se recibe; el amor es un “don”, y por ende, la capacidad de darse de parte del hombre a los demás. Y esto cabe en todo lo que implique el orden de nuestro comportamiento concreto ya que cuando se pregunta si algún hombre es bueno, no se averigua qué cree o espera, sino qué ama. Por eso, la síntesis del amor a Dios y del amor al prójimo es Cristo crucificado; a la luz de la cruz de Cristo descubrimos que solamente el amor verdadero merece el nombre de amor.

El amor de Dios es la medida del amor humano