Pbro. Lic. Juan José Hernández Flores
Arquidiócesis de México
Comentario al Evangelio
Una viña. El pueblo de Israel es comparado con una viña. Viña, cuyo propietario es el Señor. Viña que se ubica no sólo en los planos más privilegiados del orbe, sino que tiene sitial en el lugar más preciado: en el pensamiento de Dios, para que a su debido tiempo, florezca y honre con sus frutos a su dueño, el Creador.
La imagen que nos plantea la liturgia de la Palabra este domingo, sobre todo en la primera lectura y en el evangelio, es altamente encantadora, porque deja asomarnos a la forma del proceder divino que es siempre oportuno, delicado, dedicado, generoso. Más, en esta bella imagen de la viña, resulta enigmática la conducta de los hombres, que ante los espléndidos dones recibidos de parte de Dios; responden de manera contraria. Precisamente eso sucede con Israel, la viña preferida del Altísimo, que fue incapaz de responder del modo esperado. El pueblo escogido por el Señor, da la espalda a su Dios, no oye su voz, ni ve su Luz. Cerrando los ojos y el corazón, pasan a ser, de una viña bien cuidada, a terreno infecundo, lleno de caos por doquier; cuya imagen se colorea de drásticos grises que palidecen toda belleza y fortuna dada por el divino Hacedor, y exaltan la desgracia inimaginable de ofrecer frutos opuestos a los esperados.
El hermoso cántico que nos presenta el profeta Isaías este domingo (Is 5, 1-7), es el anuncio más elocuente de la reprobación del pueblo que se resiste a la voluntad de Dios, simbolizada en sus cuidados y atenciones hacia la humanidad. Evidentemente en esta composición poética, existe una analogía entre la figura de la viña y el alma humana. Ambos autores sagrados: el de la primera lectura, como el del texto del evangelio, ubican esta comparación de la viña con cada hombre, pues, el mismo Dios, ha rodeado a toda persona de su inigualable amor, de su finísima atención. Ha puesto una cerca en su entorno, de tal forma que cada uno se sienta seguro, verdaderamente protegido por el Señor. Asimismo, de los pensamientos y deseos humanos que a menudo son vanos, débiles, cortos; los elevó a lo más alto, para que no quedaran por tierra y fueran vilmente pisoteados, de tal forma que alcancen el impulso merecido, según la condición original y la meta última, el cielo.
Dios quiso labrar su viña compuesta por cada hombre, para que estos fueran no sólo su gloria, sino el fruto salvador que coronara el esfuerzo redentor de Cristo por la humanidad, pero, –escuchamos en ambos textos- la viña no dio lo que se esperaba, no logró dar frutos buenos, sustanciosos; equivalentes al empeño puesto por el mismo Señor. No respondió a tal proyecto salvador. A primera vista, el esfuerzo divino, parece ser presa de una actividad en vano, infecunda. Dios «esperaba que su viña diera buenas uvas, pero la viña dio uvas agrias» (Is 5, 2). La desdicha de no corresponder generosamente a los bienes ofrecidos por Dios, -sobre todo al amor- hace a la humanidad hundirse en la desgracia de la amargura que ahoga todo deseo de salvación y que precipita al hombre a un dolor más profundo todavía.
Tanto en la historia de Israel, como en la nuestra, se halla un compás perfectamente bien marcado, podríamos decir, hay un ritmo que delinea el proyecto salvífico de la humanidad entera: Dios salva. Dios cuida. Dios está al pendiente de sus hijos. Nuestros infortunios, no le son desconocidos, ni mucho menos indiferentes. Recita el Salmo 79, -aludiendo al pasado de Israel e incluyéndonos también a nosotros- : «Sacaste, Señor, una vid de Egipto, expulsaste a los gentiles y la trasplantaste, ella extendió sus brazos hasta el mar y sus brotes llegaron hasta el gran río». Viendo el penoso dolor del hijo en tierra extranjera, el Señor ha hecho todo, para librarlo del sufrimiento, y trasladarlo a una tierra fértil, donde el mismo Creador, se vuelve el labrador.
Sacando de Egipto a Israel, lo conduce a la tierra prometida, para que viendo las proezas de su Dios; Israel corresponda, confíe y ame a quien ha hecho tanto por él. Igualmente nosotros, pensemos: “¿En cuántas ocasiones, Dios nos ha librado del peligro, del sufrimiento o del pantano pecaminoso? ¿Cuántas veces, a través de su perdón, recibido en el sacramento de la reconciliación; el Altísimo nos ha trasladado de un estado de zozobra, al estado de la paz; del pecado a la gracia? Dios salva. Dios cuida. Dios se preocupa por nosotros. A quienes nos dañan, él, los expulsa de nuestro entorno, y una vez restaurada nuestra condición con sus divinos cuidados, nos conduce a un lugar fecundo para dar fruto.
Por eso, se entiende que al observar que la viña labrada por Dios mismo, no da fruto dulce, sino agrio; él pregunte con gran pesar: « ¿Qué más puedo hacer por mi viña, que no haya hecho?» (Is 5, 4). Pareciera ser, que hay inconsistencias en el proceder divino, sin embargo no es así. No hay inconsistencias en Dios, hay inconsistencias en nosotros. Sería un gravísimo error, llegar a pensar que el Señor falló en su trato con nosotros, o que algo le faltó. En efecto, nada faltó. Dios dio todo lo que tiene, inclusive hasta su Hijo Jesucristo, que es lo más preciado y lo más amado (Jn 3, 16). Él nos lo dio con la esperanza de que cada uno respondiera favorablemente en gratitud y en obras claras de aceptación del proyecto redentor. Pero, vemos que no es así. Ante tan desbordante amor divino, sigue habiendo dudas enormes, faltas de correspondencia, sigue produciéndose amargura en nuestra vida y no esa dulzura que cambie el rumbo de nuestras vidas.
Como a los judíos, a nosotros también se nos ha tratado por igual: con dedicación y delicadeza, con misericordia, con inmensa compasión, con profunda comprensión, con abundante paciencia: ¿y qué hemos hecho? Abusar de Dios. Seguir instalados con exacerbado cinismo en nuestros vicios que cada vez nos hunden más en la vileza de la destrucción y de la muerte. Es obvio que el tema de hoy, se centre en la correspondencia de Dios. Por ello, conviene que a la luz de la fe, examinemos nuestra conciencia, pero no para lacerarnos con terribles culpas, sino para despertar en nosotros el deseo de corresponder al amor divino, de dar frutos que endulcen nuestro presente y aseguren nuestro futuro. Oremos por eso, para que esto sea una feliz realidad: «Señor, Dios de los ejércitos, vuelve tus ojos, mira tu viña y visítala; protege la cepa plantada por tu mano, el renuevo que tú mismo cultivaste». Míranos y perdónanos. Míranos y continúa amándonos. Míranos para que nuestro fruto sea el esperado: el dulce, el sustancioso, el más sabroso. Sea el fruto del amor que nos haga ser vides unidas de eternidad.
“Deus caritas est”.