Pbro. Lic. Juan José Hernández Flores

Arquidiócesis de México

Comentario al Evangelio

«Effettá». Dice Jesús a un sordo y tartamudo (Mc 7, 31-37). «Effettá», cuyo significado en español es: “ábrete”.

En su paso por Decápolis, Jesucristo, emplea esta palabra para hacer un bien a aquel hombre con severas dificultades para sobrevivir. Al enterarse de sus dificultades, el Señor, lo aparta de los demás. Seguramente lo miro con detenimiento, con ternura, y luego de hacer esto –dice el evangelista- Jesús suspiró.

De pronto, se vio envuelto en el pesar de aquel miserable, y por ello, condescendió a hacer algo por él. Suspiró de pena por el hombre, pero también, de deseo de que se viera, se hallara y se sintiera, ya no encerrado en su dificultad, marginado por su discapacidad, mal visto por su condición, sino abierto a una nueva oportunidad de vida, a un novedoso horizonte. Horizonte y vida, al cual, en más de una ocasión apetecía tener, anhelaba experimentar. Pero, gracias a la providencia divina, se encontró con Jesús, con el Dios encarnado, que lo aceptó, lo miró con detenimiento y hasta arrancó un suspiro de compasión por su causa, siendo testigo cualificado del poder divino. Cristo no sólo lo curó, no sólo hizo que su nula audición y su hablar atrofiado dejaran de estarlo, sino que además de ello, lo introdujo en el nivel de la igualdad con sus semejantes, de tal forma que, ahora, por medio de la convivencia fraternal, se integre a su familia, su verdadera comunidad.

Porque los milagros de Jesús, no solo consisten en retirar a las personas del sufrimiento, sino también, conducirlas a una nueva forma de vivir. Ahora, este hombre capacitado para oír y hablar sin dificultad alguna, tiene la posibilidad de interactuar con sus hermanos y con Dios. Físicamente, ya no existe ningún impedimento o pretexto que le mueva a decir, “no puedo relacionarme adecuadamente con los demás”, puesto que, bien podríamos decir, ahora está sano. Dios ha actuado en su favor. Sin embargo, debe cuidar algo no menos importante que su salud corporal, debe conservar su bienestar espiritual, la relación con su Salvador. Jesucristo –dice el evangelio-, introdujo sus dedos en los oídos de aquel hombre, como signo de que a través de esa experiencia sensible, no sólo oyera lo que pasa a su alrededor, sino que, ante todo oyera primero a su Dios. A través del oído lo conociera, lo identificara y lo siguiera, así mismo hizo el Señor para quitarle la traba de la boca, le tocó también la lengua, para que recordara que sólo del Todopoderoso pertenecen sus labios, de tal forma que entonces, su lengua, aunada a todo su ser bendiga y alabe a quien hizo maravillas por él. Con estos gestos Cristo quiso hacerlo suyo, salvarlo, no de los padecimientos físicos, sino también de los espirituales.

En consecuencia, al tocarlo, al suspirar por él, y al pronunciar el «Effettá», Jesús propició la fe de aquel miserable y de todo el gentío que intercedió por él, a tal punto que, lo que el Señor prohibió decir; comenzó a ser con mayor ímpetu conocido (Mc 7, 36-37).

Porque el poder divino, ni se puede ocultar ni se debe acallar. Hoy, nosotros mismos, pidámosle a Jesucristo, que también suspire por nosotros, que también ordene a nuestros oídos y nuestros labios: «Effettá», o sea, que se abran, pero que se abran para él, para oírlo a él, para pregonar sus bondades. Si los problemas, los sinsabores cotidianos, las penas y demás distracciones mundanas, han aturdido nuestra alma, han atrofiado nuestra capacidad de escuchar la palabra de Dios y compartirla con algunas dificultades, que su voz imperativa sea pronunciada sobre cada uno, para evitar todo tipo de pretextos y obstáculos que nos incitan a no ser de Dios, a no atenderlo o exponerlo con palabras claras y obras precisas.

Oremos pues, para que en nosotros, también Cristo actúe, que se haga efectivo lo que señalaba san Efrén el sirio de aquel hombre sordo y tartamudo que: “Una imperfección congénita de nuestra pasta humana [sea] suprimida gracias a la levadura que viene de su cuerpo perfecto…” Ciertamente, para terminar de dar a nuestros cuerpos humanos lo que nos falta, al miserable aquel, dio su suspiro, su toque humano y auxilio divino, en los oídos, en la boca y en todo su ser, pero a la humanidad entera, da algo más que su toque, da su cuerpo y su sangre. En esta eucaristía, nos dice también, «Effettá»; que se abra todo oído, boca y corazón, para que de imperfectos e incompletos, pasemos a perfectos y plenos. Así, los defectos de nuestra pequeña humanidad, serán en verdad, suprimidos por los auxilios perfectos de quien no se cansa de involucrarse en nuestra vida, y de suspirar por nosotros: Cristo Jesús, nuestro buen Pastor que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

Domingo XXIII - Ordinario - Ciclo B