Pbro. Lic. Juan José Hernández
Arquidiócesis de México
Comentario al Evangelio
Una deuda. Sólo una deuda compartimos todos los hombres. La deuda del amor a Dios y al prójimo.
San Pablo nos recuerda en su carta a los romanos, que sólo una cosa es realmente apremiante, el amor. Al amar a Dios y al prójimo, se cumple toda ley, todo precepto, y se sacia todo mandato dispuesto por el Señor para la supervivencia y la convivencia de sus hijos: «porque el que ama a su prójimo, ha cumplido ya toda la ley» (Rm 13, 8). Precisamente el amor, puesto como regla y cimiento, hace que todo fluya y marche conforme a los designios divinos, pues Dios ha sido quien ha ordenado todo en la línea del amor.
La creación y todo su ornato, fueron diseñados con la más alta calidad de caridad procedente del Eterno, para participarnos de esta dimensión presente, que es la existencia, y para orientarnos –sobre todo a los seres humanos- a la dimensión futura, que es celestial, y en la que tenemos lugar por la caridad generosa que nos ha expresado en su Hijo Jesucristo, quien nos amó hasta el extremo (Jn 13, 1). Por eso, el resumen de todo principio y norma dado por Dios a los hombres, es el amor y la corresponsabilidad del prójimo.
San Agustín con gran insistencia, decía: “Ama y haz lo que quieras”, porque veía en el amor, la fuente segura de salvación. Por eso, quien de verdad ama, no tiene otro afán, ni tiempo de dedicarse a realizar otra cosa, más que a hacer el bien. Quien de veras ama, no origina el mal para nadie, no atenta contra sí, ni mucho menos, teje planes siniestros para afectar a los demás. El que ama, siempre se esfuerza en velar por el bienestar propio y por el de quien dice amar. Amar, le mueve a hacer el bien, y Dios ama a quien hace el bien. De esta manera, el amor lleva al hombre a superar la barrera bravía de la estricta justicia, de la intransigencia, del hermetismo. Al amar, con espíritu cordial de entrega desmedida, y de constante eficacia; el ser humano cumple todo cuanto se le ha ordenado, y por ende, rebasa cualquier expectativa trazada por la mirada humana, porque se ubica en esta órbita de la magnífica generosidad.
Con esto, podemos observar que el amor no es un mero sentimiento, sino un modo de vivir, donde el cumplimiento de los mandamientos de la ley de Dios, se vuelve algo naturalmente esencial, y además, donde se alcanza a vislumbrar que el amor es delicado, sumamente cuidadoso, exigente hasta en los más mínimos detalles; a tal punto, que quien ama no se permite ningún resquicio de falta o error. Mucho menos permite faltas de caridad, de respeto o de consideración, que hieran o expongan a la brutalidad de la burla o de la ofensa a quien se dice amar; porque para quien ama, lo único valioso es hallarse digno de Dios. En cambio, el que no ama, vive dañando y dañándose, entregando su vida a las ofertas frías de este mundo que hace extraviar sus días en un ritmo sin sentido, plagado de desdichas y abatimientos.
El amor tiene por resultados el gozo, la paz y la misericordia. Más, para que estos coexistan en nuestros ambientes, se requiere de la práctica del bien, del diálogo y de los acuerdos claros. La sentencia: “ama y haz lo que quieras”, es entonces, el parámetro de desarrollo de cada cristiano, pues si se ama, todo se hará en la esfera de la caridad. Al hablar, al actuar, al corregir, al señalar; todo se hará con perfecta caridad. El evangelio de este domingo, justamente nos ubica en este punto, la corrección fraterna. Jesús es consciente que en las relaciones interpersonales, frecuentemente son complejas y que siempre hay modos y detalles que corregir. Sin embargo, para dar paso a la armonía y a la paz, es necesario señalar de forma concisa el error, pero con caridad. La corrección fraterna, debe ir acompañada con caridad, con cariño, con tacto, con cuidado. Al respecto, Cristo subraya cuál es el método a considerar, la mejor manera de proceder: «si tu hermano comete pecado, ve y amonéstalo a solas» (Mt 18, 15-20).
El señalamiento del error y la invitación a corregir, también es caridad. Por lo que al corregir con amor, no sólo salvaguardará toda exposición innecesaria, toda grotesca evidencia sobre las fallas en el prójimo, sino que también, conducirá a que el otro, concientice sobre su forma de proceder, de tal manera que la corrección cumpla su objetivo: salvar al prójimo del pecado, del error. Por ello, si se corrige, que sea con caridad, con espíritu contundente y deseo firme de que se busca el bien del hermano, y no su perdición, que se desea la corrección y nunca la humillación.
El amor verdadero, busca el crecimiento propio y el del otro. La corrección fraterna: oportuna y sincera, nos hace descubrir que somos centinelas de nuestro prójimo, para custodiar y velar por su bien, más no para herir y evidenciar las flaquezas y debilidades que posea. Por tanto, roguemos al Señor, que nuestro corazón entienda que la deuda mayor que cada uno tiene, sea saldada con amor, con cariño, con eficaz prudencia y con puntual intervención. Pidamos a Dios ser conscientes que somos centinelas para cuidar y defender, nunca para atacar o desprestigiar, y que el amor a Dios y al prójimo, nos ayuden a gozar, ya desde este mundo, la gloria que nos espera.