Pbro. Rodrigo Misael Olvera Díaz

Diócesis de Xochimilco

Comentario al Evangelio

En este vigésimo domingo, el evangelista San Juan nos presenta el discurso de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm. A semejanza del domingo pasado, ahora también Jesús se presenta como el “Pan de vida”. De hecho, el versículo 51 con el que concluyó el evangelio del domingo XIX, es el mismo con el que comienza el texto de esta semana. Este primer versículo, en el texto es decisivo para todo su discurso, tanto que provoca la reacción de los judíos que están escuchando y que se ponen a discutir entre sí. Por eso, meditaremos tres afirmaciones primarias que Jesús hace al respecto.

La primera de ellas es la afirmación: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo». Este pan de vida, viene a nosotros donado gratuitamente en la mesa de la Eucaristía. En torno al altar encontramos lo que nos alimenta y nos sacia la sed espiritual. Cada vez que participamos de la Santa Misa, en cierto sentido, anticipamos el cielo en la tierra, porque del alimento Eucarístico, aprendemos que se trata de la vida eterna que se nos ha prometido.

Cuando hacemos la Primera Comunión, recibimos la vida misma de Dios. Para tener esta vida es necesario nutrirse del evangelio y del amor de los hermanos. Eso es la comunión; nuestra unidad primaria a Dios y a los hermanos en la iglesia peregrina, para alcanzar así, la presencia de Dios en la iglesia triunfante. La felicidad y la eternidad de la vida, dependen de nuestra capacidad de hacer fecundo el amor evangélico que recibimos en la Eucaristía. No se trata de una comida material, sino de un pan vivo y vivificante que comunica la vida misma de Dios, y que nos es dada del cielo.

La segunda afirmación es: «El que coma de este pan vivirá para siempre». Jesús explica que la vida divina se comunica a los cristianos cuando comen el pan de vida que es Él. Cómo el Hijo que vive, porque tiene vida eterna por el Padre, así el cristiano que se alimenta de Cristo tiene vida eterna por el Hijo. San Juan Pablo II, en su encíclica “Ecclesia de Eucharistia”, en el número 18 nos dice: «Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad. En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal al final del mundo».

En este sentido, al participar de la vida humana de Cristo, por medio de la Eucaristía, el cristiano recibe desde este mundo, la capacidad para vivir como verdadero hijo de Dios. De otro modo, con sus solas fuerzas le sería imposible. Pero no es algo automático que se da en la comunión con Cristo, porque Dios siempre respeta la libertad del ser humano. Para ello, es indispensable que el hombre adecue su modo de ser al de Dios. Es decir, el corazón de los hombres adecuado al suyo, para que en su unión con Cristo, realice con sus obras la voluntad de Dios expresada en su ley amorosa.

La tercera afirmación dice: «El pan que yo les voy a dar, es mi carne para que el mundo tenga vida». Ciertamente, en cada uno de los versículos de este domingo, aparece el verbo comer, y en la mayoría también va acompañada de la palabra carne. En la repetición nos indica la importancia de lo que se está diciendo. A su vez, deja claro que no se trata de un lenguaje figurado. Los judíos lo entienden en sentido propio, por eso se escandalizan y dicen: « ¿Cómo puede este darnos a comer su carne?» (Jn 6, 52). Recordemos que la carne es una expresión con la que los judíos significaban lo humano.

En este sentido, la carne de Jesús es su humanidad compartida con nosotros. Podemos imaginar a Jesús diciéndoles que deben comer su humanidad, que deben comérselo a él. Pero no solamente su carne, se añade “beber su sangre” a “comer su carne”. La sangre para los judíos representa la vida. Beber la sangre de Cristo nos da su vida; la vida eterna. Cristo es verdadero alimento de vida, porque Él es la vida. Sin embargo, actualmente, este lenguaje ya no produce impacto alguno entre los cristianos católicos, simplemente recibimos la comunión sin compromiso, sin amor, sin la conciencia suficiente.

Con frecuencia nos hace falta la experiencia de incorporar a Cristo en nuestra vida concreta. No sabemos cómo abrirnos a él, para que nutra con su carne nuestra carne y la vaya haciendo más humana y más evangélica. Hemos olvidado que la comunión que se da entre Cristo y el cristiano que se alimenta de su Cuerpo y de su Sangre, es un habitar el uno en el otro. Por tanto, esta habitación nos hace un solo cuerpo y un solo espíritu con Él, como reza la Plegaria Eucarística III: “Para que fortalecidos con el cuerpo y la sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu”. A este proceso le llamamos conversión. La transformación que nos lleva de vivir, pensar y actuar de una manera, a dar un giro completo para vivir, pensar y actuar como Dios vive, piensa y actúa.

Queridos lectores, ante el don que Dios nos hace de su vida divina, por medio de su Hijo convertido en verdadera comida y verdadera bebida, tenemos que examinarnos y dar los pasos necesarios para aprovechar este don, dejando que se haga realmente vida en nosotros. Así pues, podemos concluir con tres preguntas: ¿Aseguro cada día un espacio amplio de oración para estar a solas con Dios y meditar la Escritura, dejando que por medio de ella Dios me modele según su modo de ser? ¿Me esfuerzo por discernir la voluntad de Dios sobre mi vida? ¿Me acerco con frecuencia a recibir el sacramento de la Reconciliación para quitar el pecado que obstaculiza la vida divina en mí?

Finalmente, reflexionemos durante esta semana, que así como el maná alimentó al pueblo durante la travesía de cuarenta años por el desierto, hasta llegar a la tierra prometida, la Eucaristía nos alimenta y nos da la vida diariamente durante la travesía de nuestra historia personal, hasta llegar a la casa del Padre. Hagamos nuestras las palabras de la primera lectura de este domingo: dejemos la ignorancia y entonces viviremos; avancemos por el camino de la prudencia, comiendo y bebiendo el alimento bajado del cielo, para nuestra salvación. Que así sea.

Domingo XX - Tiempo Ordinario - Ciclo B