Pbro. Rodrigo Misael Olvera Díaz
Diócesis de Xochimilco
Comentario al Evangelio
Queridos hermanos: El Evangelio de este domingo nos sorprende con unas palabras de Jesús que, a primera vista, parecen romper con la imagen que solemos tener de Él: “He venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cuánto desearía que ya estuviera ardiendo! ¿Piensan que he venido a traer paz a la tierra? No, les digo, sino división.” Estas frases, directas, no suenan a tranquilidad, ni menos a conciliación superficial. Nos interpelan, nos sacuden y nos obligan a preguntarnos: ¿Qué quiere decir Jesús con este fuego y con esa división?
En primer lugar, el texto habla del fuego que transforma. En la Sagrada Escritura, el fuego es uno de los símbolos más potentes de la presencia de Dios. Podemos recordar algunas escenas de la Biblia, en las cuales este elemento se hace presente: Cuando arde el fuego sin consumirse ante Moisés en la zarza (Ex 3,2). El fuego que guía a Israel de noche en el desierto (Ex 13,21). El fuego del Sinaí que manifiesta la alianza (Ex 19,18). El fuego del Espíritu Santo en Pentecostés (Hch 2,3). Y en todas podemos observar que este fuego, purifica lo que toca, como el oro que se refina en el crisol.
Cuando Jesús dice que desea que este fuego arda en la tierra, está hablando de una transformación profunda; un fuego que purifica los corazones, que consume el pecado y enciende la pasión por el Reino. No se trata de un fuego destructor, sino creador. Es el fuego del Amor de Dios, que nos calienta, nos ilumina y nos empuja a actuar. Por eso Jesús no se conforma con un cristianismo tibio o acomodado; Él quiere hacer de nosotros discípulos encendidos y no cristianos fríos.
Posterior a esto, Jesús nos presenta el bautismo de su entrega total: “Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!”. Ese bautismo no es otro que su pasión y muerte en la cruz. Es la inmersión total en el amor del Padre y en la misión salvadora para la humanidad. Ese bautismo será el momento en que el fuego de Dios se derrame sobre el mundo, abriendo paso a una nueva alianza. También la segunda lectura de la Carta a los hebreos nos recuerda que Jesús aceptó la cruz, sin temer su ignominia, y por eso está sentado a la derecha del trono de Dios. De modo que, sin la cruz, no hay Pentecostés y sin el sacrificio, no hay Espíritu que arda en los corazones.
En la vida del discípulo, la cruz simboliza las pruebas y renuncias que implica seguir a Jesús. La cruz es el camino hacia la gloria, pues, Jesús mismo dijo que era necesario que el Hijo del Hombre padeciera, muriera y resucitara para que viniera el Espíritu. El Espíritu Santo desciende después de la Resurrección, porque es el don del Cristo glorificado. Sin la entrega total de Jesús en la cruz, el Espíritu no hubiera sido derramado sobre la Iglesia. De modo que, la plenitud del Espíritu llega a nosotros cuando el corazón está purificado por la entrega y el sacrificio. También, la Santísima Virgen María es el mejor modelo, pues estuvo al pie de la cruz y luego recibió al Espíritu Santo en Pentecostés junto con los discípulos.
Ahora bien, cuando Jesús dice que es el “Príncipe de la paz” (Is 9,5), no se refiere a la paz de los acuerdos superficiales, ni del “no te metas en problemas”. Su paz es fruto de la verdad y de la justicia, y por eso, cuando alguien decide vivir el Evangelio con coherencia, puede encontrarse con rechazo o incomprensión, incluso en la propia familia. Para alcanzarla, a veces hay que enfrentar conflictos, incluso con personas cercanas, cuando sus valores no coinciden con el Evangelio.
Jesús no permite neutralidad. Su mensaje es radical y transforma la vida. La división de la que habla Jesús no es una meta deseada, sino una consecuencia inevitable de tomar partido por Él en toda circunstancia de la vida. Quien lo acepta vive de una manera nueva, y eso puede chocar con el entorno. Esa elección provoca división entre quienes lo siguen y quienes lo rechazan. Pero cuando la luz de Cristo entra en la vida, hecha fuera todo lo malo del interior, como los son las falsedades o los egoísmos. Algunos aceptan ese cambio, mientras que otros se resisten. Por eso este Evangelio nos confronta, obligándonos a elegir entre la luz y la oscuridad, entre la fidelidad y la indiferencia.
Jesús no quiere discípulos a medias. Nos llama a vivir encendidos por su amor y a no tener miedo de las tensiones que esa fidelidad pueda generar. El mundo de hoy necesita cristianos que sean antorchas vivas, no espectadores pasivos; creyentes que ardan con un fuego capaz de iluminar las tinieblas de la injusticia, el egoísmo y la desesperanza. Por eso en este año jubilar, el Papa Francisco de feliz memoria, nos recuerda que “La esperanza cristiana es como un ancla que fija nuestro corazón en la promesa del Señor Jesús. Esa esperanza, transforma el corazón humano en tierra fértil, donde puede brotar la caridad para la vida del mundo.”
Hermanos, la palabra de este domingo nos invita a reavivar nuestra fe mediante la oración, la Palabra y los sacramentos. A aceptar la purificación, dejando que Dios queme lo que nos aleja de Él. A vivir con valentía, aunque suponga ir contracorriente y defender el evangelio con obras y palabras. Seamos fuego en el mundo, al cual llevemos calor donde hay frialdad, luz donde hay oscuridad y vida donde hay muerte.