Pbro. Lic. Juan José Hernández Flores

Arquidiócesis de México

Comentario al Evangelio

Resulta seductor ver que para conseguir la vida eterna, el texto del evangelio de este domingo, nos da como respuesta el amor a Dios y al prójimo. Por ello, todo parte de esta interesante pregunta: «¿Quién es mi prójimo?» (Lc 10,29) interroga un sabio doctor de la ley a Jesús. Y con la extraordinaria parábola del buen samaritano que nos presenta san Lucas, Jesús revela perfectamente quién es el prójimo y qué actitudes han de adoptarse propiamente para conseguir la vida eterna, esa que se traduce como satisfacción total, como plena felicidad, como gozo por ser y estar.

En el mundo judío -sobre todo en tiempos de Jesús-, se discutía muy a menudo sobre quién debía ser considerado por un israelita, el prójimo. Se llegaba a comprender generalmente en la categoría de prójimo, a todos los compatriotas y prosélitos, o sea, a los paganos que se adherían al judaísmo.

Con la elección de un samaritano que socorre a un judío caído en desgracia, Jesús explica que la categoría de prójimo, es universal. Dios tiene como horizonte al hombre, y no a los círculos familiares, étnicos o religiosos, sino a la persona humana en general.

De hecho, ¡Prójimo es también el enemigo! Con el ejemplo del buen samaritano, Jesús expresa el alto grado de virtud por el que se regula la caridad, pues todos sabemos que los judíos no tratan a los samaritanos, no se hablan (Jn 4, 9). Incluso muchos de ellos se conciben enemigos. Por eso, la parábola que nos ofrece el evangelio lucano, rompe esos esquemas muy normales entre la humanidad. Más aún, este texto bíblico ofrece una enseñanza todavía más interesante y más elevada: que el amor al prójimo debe ser concreto y activo.

Contemplando la figura de aquel infeliz, a quien el crimen y la delincuencia alcanzaron, podemos preguntarnos: ¿Cómo se comporta el samaritano de la parábola? Si el samaritano se hubiese contentado con acercarse y expresarle a aquel desdichado que se encontraba bañado en su propia sangre: “¡Pobrecito! ¡Qué mal que te haya sucedido eso! ¡Cuánto lo siento! ¡Ánimo!” o algo similar a esto, y luego se hubiese marchado como si nada, ¿no habría sido toda esa falsa compasión, una ironía y un gran insulto? Pero, para fortuna nuestra, es decir, para que oyendo e imaginando la escena, aprendamos; el evangelista Lucas nos da una lección precisa. Dice el texto: «Se acercó a él, vendó sus heridas y echó en ellas aceite y vino; lo subió luego a su cabalgadura, lo llevó a un mesón y cuidó de él. Al día siguiente sacó dos denarios, se los dio al dueño del mesón y le dijo: Cuida de él, y lo que gastes de más te lo pagaré a mi regreso» (Lc 10, 34-35).

La novedad que se oculta dentro de esta conmovedora narración lucana, es la pregunta que Jesús nuevamente le hace al doctor de la ley, aquel que primeramente se acercó al Maestro para cuestionarlo: « ¿Quién de estos tres [el levita, el sacerdote, el samaritano] te parece que fue el prójimo del que calló en manos de los malhechores?» (Lc 10, 36). Jesús elabora una transformación inesperada respecto al concepto tradicional de prójimo. Prójimo es el samaritano, no el judío herido como nos habíamos esperado. Con esta observación caemos en cuenta que no hay que esperar a que el prójimo se cruce en nuestro camino, tal vez con luces de emergencia o un grito de S.O.S. Es nuestra tarea estar atentos y descubrir quién es. ¡Prójimo es aquello a lo que cada uno está llamado a convertirse! La imagen del doctor de la ley, en este relato bíblico –podemos observar-, termina derribado; de problema abstracto y académico, se hace problema concreto y operativo: justificarse, no saber a quién ayudar, desconocer quién es su próximo es un grave error. Error que hoy toda la sociedad padece. La cuestión entonces, radica no en preguntarse ¿Quién es mi prójimo? Porque eso lo sabemos (es el que está a lado, enfrente o atrás de mí), sino más bien, preguntarse ¿De quién me puedo hacer prójimo aquí y ahora? ¿Cómo ayudarlo? Y por qué no, ¿Cómo dejarme ayudar, también?

Con todo esto, podemos caer en cuenta que el cristianismo, se caracteriza por esta práctica dinámica del amor a Dios y al otro. Este es el testimonio más directo que podemos dar al mundo del dinamismo de nuestra fe: tener este gesto de amor y delicadeza para con los demás, permitirá no sólo acrecentar los círculos de relación, sino también desde este mundo comenzar a saborear la vida plena, la vida eterna, la vida que se comparte y cobra mayor sentido cuando nos volcamos al servicio desinteresado, cuando de las altas elucubraciones, pasamos a las nobles acciones. León Tolstói, magnifico novelista ruso del siglo XIX, diría: “no hay más que un modo de ser felices: vivir para los demás”. Vivir para el prójimo. Vivir con el prójimo. Vivir para dar.

Amar a Dios y al prójimo como a uno mismo, habla por tanto, de un mandamiento que abre la vida; y la vida no es accesible si este mandamiento del amor no se vive concretamente, con relación a todos y a cada uno de los hombres. Son tantos los esfuerzos y las prácticas ascéticas, las horas de oración y contemplación que resultan inútiles en la Iglesia cuando esta palabra de Dios sobre el amor no está en la boca y en el corazón de cada creyente, o cuando permanece en ellos como un principio muerto, sin incidencia en la realidad de la vida. Por ello, los invito a examinar el interior: la forma de proceder ante las situaciones penosas de los demás a tener en cuenta la enseñanza del evangelio y a la par, la de San Clemente de Alejandría que dice: “Si viste a tu hermano, entonces viste a Dios” y yo me atrevo a añadir y si ignoraste a tu hermano, ignoraste a tu Señor. Luchemos, pues, venzamos esas justificaciones absurdas que solo evidencian nuestra tacañería. Recordemos que el que ama no es olvidado y el que no es olvidado, entonces no muere porque participa de la vida eterna. Que Dios en su infinita misericordia nos anime y nos ayude a ser luz, para quienes han caído en tinieblas.

Domingo de XV - Ciclo C