Pbro. Lic. Juan José Hernández
Arquidiócesis de México
Comentario al Evangelio
Domingo XV - Ordinario - Ciclo B: "Llamó y envió"
Y escribe el apóstol: Dios «nos eligió en Cristo, antes de crear el mundo, para que fuéramos santos e irreprochables a sus ojos, por el amor…» (Ef 1, 4).
Efectivamente, Dios nos eligió antes de crearnos, antes de soltar nuestra inexistencia, antes de abrir los ojos a este mundo, incluso, antes de la rotura pecaminosa que alteró nuestra paz y nuestra amistad; él, ya nos había elegido. Ya estábamos presentes en su divino pensamiento y en su paternal corazón. Ya estábamos incluidos dentro de un plan, pero, no cualquier plan, sino un plan de salvación. Un plan restaurador.
La liturgia de este domingo, nos empuja a considerar la elección que Dios hace a los hombres como un don y como una misión. Cuando Dios elige, -es cierto-, lo hace por un fin específico; sin embargo, es saludable también detenernos a considerar en el “para qué elige” y en el “por qué elige”. Ante esto, las tres lecturas de hoy, nos dan la pauta para preguntarnos libremente: ¿Por qué oh Dios, escogiste a Amós un simple pastor y cultivador de higos? (Am 7,14) ¿Qué te atrajo de él? Y Pablo apóstol, un perseguidor acérrimo de ti mismo, ¿lo escoges para servirte? ¿Qué de relevante puede aportar a tu plan de salvación? Y los doce: ¿qué de interesante les viste? ¿Acaso algo bueno puede salir de simples pescadores?
Cuando Amós, maduró y secundó su llamado a profetizar en el reino del norte, gozaba de una prosperidad nunca antes vista. Aun cuando la mayoría de los habitantes no veían la suya. Los ricos se hacían más ricos, los terratenientes acumulaban más bienes, los ganaderos más cabezas de ganado, los comerciantes más caravanas y las embajadas intercambiaban tratados comerciales y militares para asegurar la bonanza del reino. Los pobres, los huérfanos y las viudas estaban peor que nunca, abandonados y expoliados por los magnates. Entonces, en medio de este caos social, brota en Amós su vocación, aunada a la elección que Dios hizo en favor de él y se fue a profetizar al reino del norte, al país de los poderosos.
Los templos arropados por el rey, avalaban al gobernante con el poder divino. Por el contrario, el profeta no tenía señor, ni alguien que lo avalara en la tierra, pero tenía lo más importante: El Espíritu de Dios, que le hacía alguien libre, cuya única fidelidad era la inspiración para formular y pronunciar lo que veía y oía. De ahí que Amós profetizaba en las afueras del santuario para que todos pudieran escucharlo.
En cuanto a Pablo, -su historia la conocemos-: un hombre totalmente apasionado, de carácter intenso; llamado por Dios camino a Damasco (Hch 9, 1-18), derribado de su observancia regia y de su escalofriante afán perseguidor. Varón de fe y de dócil corazón. Enviado a evangelizar a los paganos; se incluye también, en el plan de salvación trazado por el Señor desde antes de la creación.
La amplia bendición que constituye la segunda lectura de hoy, es una excelsa condensación del proyecto redentor que el mismo Cristo ha consumado. Por su puesto, esta salvación no se realiza sólo en los niveles cósmicos, también considera a los creyentes que han sido redimidos y están destinados a la gloria de Dios, por elección divina.
El hombre no ha sido enviado al mundo como un producto de la casualidad o un capricho de las potencias desconocidas. Todo hombre y mujer viene con un propósito a esta tierra: ser feliz. Existe un Padre providente que tiene cuidado de sus creaturas y cuidadosamente las selecciona para un fin: ser como él, puros, sinceros, sin dobleces, sin enredos, sin manchas maliciosas, irreprochables a sus ojos (Ef 1, 4). Así, la elección apunta a la santidad, porque ella es la expresión de la redención. El creyente está comprometido a una vida regida por el Espíritu, es decir por el amor (Ef 1, 5), no por las pasiones y los intereses insípidos de este mundo.
El trasfondo de una vida santa lo conforma el cumplimiento de los mandamientos divinos, de aquí, que los Doce discípulos, -nos lo dice San Marcos-, elegidos por Jesús y enviados a predicar la conversión (Mc 6, 12); acceden con solicitud a una vida envuelta por el amor, para testificar con su vida el misterio salvador del Señor, incluyéndose de esta forma, en el proyecto que une y salva.
El hecho de que Jesús llame a algunos discípulos a colaborar directamente en su misión, manifiesta un aspecto de su amor: esto es, Él no desdeña la ayuda que otros hombres pueden dar a su obra; conoce sus límites, sus debilidades, pero no los desprecia; es más, les confiere la dignidad de ser sus apóstoles (enviados). Jesús los manda de dos en dos y les da instrucciones, que el evangelista resume en pocas frases.
La primera se refiere al espíritu de desprendimiento: los apóstoles no deben estar apegados al dinero ni a la comodidad. Cristo además advierte a los discípulos de que no recibirán siempre una acogida favorable: a veces serán rechazados; incluso puede que hasta sean perseguidos. Pero esto no les tiene que impresionar: deben hablar en nombre de Jesús y predicar el Reino de Dios, sin preocuparse de tener éxito. El éxito se lo dejan a Dios.
La otra indicación muy importante del pasaje evangélico, es que los Doce no pueden conformarse con predicar la conversión: a la predicación se debe acompañar, según las instrucciones y el ejemplo de Jesús, la curación de los enfermos; curación corporal y espiritual. Habla de las sanaciones concretas de las enfermedades, habla también de expulsar los demonios, o sea, purificar la mente humana, limpiar, limpiar los ojos del alma que están oscurecidos por las ideologías egoístas y por ello no pueden ver a Dios, no pueden ver la verdad y la justicia. Esta doble curación corporal y espiritual es siempre el mandato de los discípulos de Cristo. Por lo tanto la misión apostólica debe siempre comprender los dos aspectos de predicación de la Palabra de Dios y de manifestación de su bondad con gestos de caridad, de servicio y de entrega total.
Con todo esto, podemos caer en cuanta que la elección de Dios tiene un fin: ser santos. La santidad hoy por hoy, se vuelve una urgencia, no un capricho, ni mucho menos una cosa abstracta y pasada de moda. A pesar de nuestra fragilidad, hemos de recordar que somos imagen y semejanza de Dios. Como él, caminemos hacia la luz, hacia la bondad, hacia la dulce paciencia, hacia el amor benévolo, hacia el perdón fresco y sincero. Que esta eucaristía nos afiance en continuar imitando a Cristo, y sobre todo en sentirnos elegidos: me ama y me elige, me elige porque quiere hacerme como él santo e irreprochable, feliz y libre por toda la eternidad.