Pbro. Lic. Juan José Hernández Flores

Arquidiócesis de México

Comentario al Evangelio

¿Dónde reclinar el alma tan repleta de congojas? ¿Dónde reposar nuestro ser, tan fatigado por el peso de los problemas y por la amargura de las tristezas? ¿Dónde refugiarnos ante este flagelo mundial de la pandemia y de la violencia?

En medio de nuestro presente tan caótico y virulento, la voz del Pastor se alza como platillo estridente, de manera que sus fieles lo puedan percibir, y alcanzando a oír su voz, acudan a la fuente salubre de reposo y de amor, que es él mismo. Dice el evangelista san Mateo que Jesús, una vez de haber recorrido las aldeas de Galilea, sin mucho éxito –por cierto-, irrumpe delante de sus discípulos en acción de gracias, dirigida al Padre Celestial, por haber permitido que su mensaje llegue a los más necesitados, a saber, a los pobres y marginados, a los que en el mundo no son más que maltratados y humillados tanto por su condición social, como por su estado económico –y ahora, hasta por su manera de ser o de pensar-; Jesucristo agradece por ellos, porque aun con sus presiones y sufrimientos cotidianos, abren su vida esperanzada a la invitación de Dios: volver de todo corazón a él.

La acción de gracias de Cristo al Padre, -que hemos escuchado en el fragmento del evangelio de hoy- es la exaltación más elocuente que hace de los que pese a su entorno calamitoso, no se cierran a Dios, sino que, se disponen con más ansias a recibir de él ayuda, consuelo, pero ante todo, a recibirlo en su día a día. Mientras que los letrados, los magnates, y los que sienten que rigen los pueblos con su autoridad; desconocen o ignoran que Dios viene también para ayudarles. Sin embargo, ellos, colocados en el peldaño de su altivez y de la excentricidad, de su afanoso objetivo de poseer, más que de ser; nublan su vista, y omiten la voz del Señor, rechazando con su forma de proceder, todo cuanto les hable del bien, de la justicia y de la verdad.

Pero, quienes oyen la voz del Pastor que es Jesús, y la siguen; sucede en ellos algo realmente maravilloso: hallan refugio, alivio y descanso de sus males, porque descubren que en Cristo se pueden desahogar. Él es el único capaz de transformar nuestra amargura en paz, nuestro pesimismo en esperanza, nuestro dolor, en gozo.

De su Ser misericordioso y compasivo – como lo expresa el Salmo 144-, ha brotado un consejo muy atractivo: «Vengan a mí todos los que están fatigados y agobiados por la carga y yo los aliviaré» (Mt 11, 28). Ir a él, es la clave. Moverse del dolor para ir en pos del remedio, retirarse del sufrimiento para ir en búsqueda del consuelo. Ir a Dios siempre será la medicina oportuna para todo aquello que nos agobia. De aquí, que el mensaje misionero de los profetas, de los apóstoles, y hasta del mismo Jesús, sea el mismo, y cobre abundante sentido: «Conviértanse porque ya está cerca el Reino de los Cielos» (Mt 4, 17).

Convertirse, cambiar, regresar, ir; son verbos de transición, de movilidad, que poseen un tinte altamente imperativo, que evidentemente cada persona ha de tomar en cuenta si es que desea hallar descanso. Porque si el ser humano sufre ¿qué debe hacer? ¿Seguir llorando sus penas? ¿Quedarse ahí en el suplicio, esperando a que alguien por arte de magia ponga solución su vida? o lo que es peor todavía ¿Continuar quejándose, y culpando a todos –menos a él- de sus desgracias? ¡No! Si el hombre sufre ha de ir a buscar alivio, ha de moverse para curar sus heridas. Por ello, es muy loable la exhortación que Cristo hace: “vengan a mí... y yo los aliviaré”.

Ciertamente la medicina, el remedio o el alivio que Cristo ofrece, no es como nuestra mente lo entiende: un sedante que nos hace inmunes a las pruebas, a los problemas, a las adversidades, a los retos, a las enfermedades o a las tentaciones que muy a menudo se presentan. ¡No!, ese no es el alivio del Señor. El alivio que él ofrece, está en orden, a reposar en él, a descargar nuestra vida por medio de la oración, de la participación constante de los sacramentos, -de manera especial en el de la penitencia y la eucaristía-, pero ante todo, de fortalecer nuestra vida a través de la fe, de la confianza que emana luego de un encuentro fuerte, impactante y claro con Jesús.

El alivio de Cristo es el respiro físico y espiritual, que cada hombre y mujer necesita, para ver la vida bajo la óptica de Dios. El alivio que el Señor ofrece es el reposo que nos aligera y que nos hace comprender en qué consiste nuestra estadía por este mundo. Con razón Jesucristo, agrega algo más a su invitación de ir a él y descansar: «Tomen mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso, porque mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11, 29-30). Tomar su yugo, es asumir la ley del amor como un tesoro necesario para continuar nuestra peregrinación por esta tierra.

Decía San Agustín: “Cargar con el yugo del Señor, es cargar con el amor. Nada tan pesado como el amor, pero nada tan ligero como el amor. El amor es el peso de nuestro corazón. Mi amor es mi peso, pero también es mi estímulo, mi alimento, mi gozo, mi fiesta, mi perfume y mi fuerza”. Y es que en realidad, cuando entendamos lo bueno y lo necesario que es aligerar la vida en Cristo; comprenderemos entonces que el verdadero remedio para las heridas de la humanidad, es el amor de su Creador.

Por tanto, ¿Dónde reclinar el alma tan repleta de congojas? En Dios que ha enviado a su Hijo. ¿Dónde reposar nuestro ser, tan fatigado por el peso de los problemas y por la amargura de las tristezas? En Cristo, para que él, nos alivie la carga de esta vida, sin pretender ser inmunes a las pruebas y desafíos cotidianos. ¿Dónde refugiarnos ante este flagelo mundial de la pandemia y de la violencia? en su manso y humilde corazón que nos hace ver, lo bueno que es estar abiertos a la misericordia, al perdón y al amor, pero sobre todo lo importante que es saber que en todo y ante todo Cristo está abierto para nosotros. Su corazón es nuestro escudo y nuestro modelo de vida.

Deus caritas est”.