Pbro. Lic. Juan José Hernández Flores
Arquidiócesis de México
Comentario al Evangelio
Lepra. Un mal endémico en aquellos tiempos. Un padecimiento que no sólo traía consigo terribles dolores en el cuerpo humano, sino que también, venía con la exclusión de la comunidad y graves maltratos a quien lo padecían.
En el relato evangélico de este domingo (Mc 1, 40-45), hallamos un hombre con esta enfermedad. Un leproso. Un marginado. Un maltratado. Un miserable apestado, que a pesar de su condición, todavía le quedan fuerzas para clamar al Señor. Todavía hay esperanza en su corazón. Seguramente, aquel desdichado, había oído hablar de Jesús, del Nazareno que hacía milagros, que iba de poblado en poblado y que poseía un poder especial en sus palabras, que hacía que toda dolencia desapareciera. Pues bien, a ese tal Jesús, apela este hombre. Pero, ¿Cuál es el estado de este leproso? ¿Cómo lo describe san Marcos? El evangelista no da mucho detalle de este enfermo, sin embargo, el libro del Levítico –que es la primera lectura de hoy (Lv 13, 1-2. 44-46)-, nos da una aproximación a la situación de los que sufrían esta enfermedad.
En primer lugar, se trataba de un hombre impuro (Lv 13, 44), o sea, de una persona no grata, ni para Dios, ni para los hombres. En segundo lugar, quien era declarado enfermo de lepra, llevaba la ropa descocida, rasgada, andaba casi desnudo, además, iba con la cabeza descubierta, pero con la boca cubierta, y por si eso no fuera poco, tenía que gritar a su paso: “¡Estoy contaminado! ¡Soy impuro!” y mientras era portador de esta contagiosa y peligrosa enfermedad debía vivir sólo –a su suerte- y lejos de su casa, del pueblo, de la comunidad (Lv 13, 44-46). Imaginemos ¡Cuánto sufrimiento! ¡Cuánto dolor! ¡Cuánta vergüenza y amargura no cargaban los hombros de aquellas personas, envueltas en esta situación! Porque no se trataba solo de soportar el dolor y las punzadas que experimentaban en su carne, sino también las punzadas que sentían en su corazón al verse fuera de su casa, al no poder convivir, al gritar: ¡Soy impuro!, en vez de decir a los transeúntes, el clásico saludo de los judíos: “Shalom”, la paz.
¿No creen que era demasiado pesar, lo que los leprosos vivían? No sólo lidiar con la enfermedad, sino también con los señalamientos, las miradas cruentas, y el malestar de verse y sentirse apestados. Pero, Jesús pasa. En ese cruce de caminos, hay algo realmente curioso, digno de resaltar; Cristo, no huye de él, no le corta vuelta, no se espanta, ni lo ignora, como muchos de sus conciudadanos hacían; el Señor, detenido, viendo cómo se postra ante él, oye la petición de aquel miserable: «Si tú quieres, puedes curarme» (Mc 1, 40). Estas palabras, por simples e insignificantes que parezcan, contienen todo una cátedra de confianza y humildad, que ojalá todos aprendiéramos. Se trata de la invocación balbuceante del miserable, del leproso, del enfermo, del marginado, del pobre, del que verdaderamente está necesitado del auxilio divino. Y ante la desgracia del necesitado, Jesús siempre es condescendiente. Veamos ¿Cómo responde? ¿Cuál es su actitud? ¿Qué detalle nos ofrece el evangelista? dice san Marcos: «Jesús se compadeció de él –del leproso- , y extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: “¡Sí quiero, sana!”» (Mc 1,41).
La actitud de Cristo es bella, tierna, demasiado sensible; muestra compasión. Se compadece. Se conmueve. La conmoción divina que Jesucristo experimenta al ver al leproso, nos permite asomarnos a su corazón, donde se puede apreciar que la compasión del Señor, es idéntica a la del Padre. Una compasión que lo hace cercano a los dolores de la humanidad. Una compasión que le mueve a tender la mano y no dar la espalda –como a menudo hacemos los hombres y mujeres-. Una compasión que le lleva asumir nuestros dolores en sus divinos hombros para transformarlos en salubre gloria y confortable paz, en efecto, así lo dice el profeta: «Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo tuvimos por leproso… él soportó el castigo que nos trae la paz » (Is 53, 3. 5). Cristo se compadece, es verdad, y en su compadecimiento, realmente padece con nosotros, sufre, llora; pero su dolor, es restaurador, conciliador, es redentor. Con su sacrificio salvador tiende la mano a toda la humanidad.
Tocar a un leproso, para el pensamiento judío, era un acto sumamente retador, inadmisible, reprobable. En automático, quien osará convivir con alguien así, en esas condiciones, se volvía impuro. Jesús, con el hecho de tender su mano y tocarlo, rompe esa idea; supera esa barrera tan mezquina y tan poco caritativa, que conduce a la exclusión, al maltrato, al señalamiento, como si se tratara de algún residuo asqueroso que se tenía que evitar. Dios ama a los hombres tanto en la gracia, como en la desgracia, tanto en la salud, como en la enfermedad. Para él, tenemos un valor tan alto que no importa la condición en la que nos hallemos, él siempre vendrá a nuestro encuentro, se posará a nuestro lado y nos tenderá la mano para tocarnos y amarnos. Él nunca ha tomado distancia de seguridad, ni tampoco ha actuado delegando como para protegerse, sino que se expone directamente al contagio de nuestro mal. Dios toma de nosotros la enfermedad para que de él tomemos la salud y todo tipo de bienestar. ¡Qué maravilla! ¡Qué hermoso contar con un Dios así! Tan cercano, tan humano y tan divino.
Resulta admirable el intercambio que se da entre Dios y la humanidad. Pero en la admiración, está misteriosa la acción operativa del Altísimo, al ver que, aunque para el esquema humano todo parezca imposible, para el Señor, siempre hay caminos de solución, de sanación de reintegración. Al sanar al leproso, no sólo le limpia la piel, sino con ella, el alma, la fama. Aquel miserable vuelve a su casa, a su familia, a su pueblo: limpio, sanado y lleno de la gracia de Dios. Esto también sucede con nosotros, cada que celebramos y participamos en cuerpo y alma de los sacramentos; Cristo nos tiende la mano, nos toca, no retira nuestros males y nos dota de bienes. Bienes que no pueden ser equiparados a los que estamos acostumbrados a recibir, ¡No! estos bienes son celestiales, sublimes, eternos, como lo son el amor, la gracia, la paz, la liberación de toda ligadura amarga.
Queridos amigos, como el leproso, marchemos a encontrarnos con el Señor. Ahora nos ha quedado claro que nunca recibiremos de él, la espalda, sino que estará siempre su mano tendida para ayudarnos y liberarnos, pues para eso ha venido (Mc 1,38). Pero también, adoptemos esa actitud humilde y confiada que aquel hombre mostró a Jesús, balbuceemos también su breve oración: «Si tú quieres, puedes curarme » (Mc 1, 40). Dijera san Agustín: “¡Señor, ten compasión de mí!... tú eres el médico yo el enfermo, tú eres misericordioso, yo miserable…”. Si tú quieres, puede ayudarme.
Deus caritas est.