Pbro. Lic. Juan José Hernández Flores
Arquidiócesis de México
Comentario al Evangelio
¿Cómo convencer a Pedro, del poder del Señor? ¿Cómo pescar al pescador? ¿Cómo convencernos del amor de nuestro Dios?
La página del evangelio de hoy, nos ubica en la primera pesca milagrosa que Jesús realizó con sus discípulos, según lo que el tercer evangelista nos relata en su obra (Lc 5, 1-11).
Esta pesca, tiene lugar en Genesaret, enseguida de la predicación del Señor a los habitantes de aquella población. Por eso, ahondemos un poco en el lugar donde san Lucas nos coloca este domingo, Genesaret. ¿Qué hay de extraordinario ahí? ¿Por qué razón los evangelistas aluden tanto a esta región? No hay que olvidar que esta comarca es privilegiada. De entrada, el significado etimológico de su nombre, nos resuelve tales preguntas. Genesaret quiere decir: “jardín de riquezas” o “jardín del príncipe”. De hecho, resulta evidente que en aquella tierra existe gran diversidad de elementos naturales que embellecen y hacen más interesante todavía ese territorio.
Además, en él, se halla la rivera del mar de Galilea, mejor conocida como lago de Tiberíades o de Genesaret, como es el caso del pasaje del evangelio que la liturgia de la Palabra nos presenta en este día. Pues bien, aquí, en Genesaret, se desarrolla un hecho milagroso, la pesca abundante; donde Simón Pedro, adquiere un papel principal.
En realidad, la pesca profusa era lo que se necesitaba para cautivar y convencer a aquel pobre pescador de Galilea, Simón; quien luego de presenciar tal acontecimiento reconoce su indigencia y se echa a los pies de Jesús, exclamando: «¡Señor, apártate de mí porque soy un pecador!» (Lc 5, 8). Mientras tanto, Cristo lo consuela, lo anima y lo eleva a un oficio todavía más delicado; le dice: «No temas, desde ahora serás pescador de hombres» (Lc 5,10). Y es que, durante todo su itinerario predicador, el Señor se ayuda de dos grandes imágenes, como para dar a entender su mensaje e iluminar así, la tarea de quienes ha llamado sus más cercanos colaboradores.
Estas figuras competen a la del pescador y la del pastor. Dos oficios muy comunes en tiempos de Jesús. Aunque –a nosotros- , ambas imágenes, requieren necesariamente de explicación continua, para comprender la enseñanza que cada una de ellas encierra. Porque incluso, hoy en día, nos resultan ajenos y muy extraños estos oficios, pues en el ambiente en el que la mayoría nos desenvolvemos, no estamos acostumbrados a tratar con ellos. En efecto, en pleno siglo XXI, a casi nadie le agrada y le seduce la idea de ser “pescados” por otros, o ser “ovejas” de un rebaño. Es por ello, que conviene profundizar en estas figuras clásicas de la predicación cristológica.
En la pesca habitual, el pescador busca siempre su provecho y no precisamente el de los peces. Pesca porque necesita o comercializar, o alimentarse. De igual manera sucede con el pastor. Cuida y apacienta el redil, pero no tanto porque le interesen los miembros que conforman su rebaño, sino que le importa el que las ovejas le reditúen lo invertido. Digamos que, ordinariamente el pastor se sirve de sus ovejas, puesto que si las cuida bien, ellas le pueden dar leche, lana y demasiados corderos. Pero en sentido evangélico, sucede todo lo contrario. El pescador es el que sirve al pez y el pastor es el que se desvive por el rebaño. ¡Qué curioso, no! Por eso, cuando estas figuras de la vida cotidiana se adecuan al mundo de los hombres: ser “pescados” o ser “ovejas” , no hay choque de ideas, ni tampoco puede vérsele a tal comparación una soberana desgracia sino una elocuente salvación. Es más, traigamos por un momento al pensamiento, a las personas que han naufragado, o que están a la deriva de la furia de las olas allá en alta mar; ver una red, o un bote que se les lanza para su apoyo, no es una humillación, ni una falta de respeto, ¿o sí? ¡Claro que no! es ante todo, el mayor de sus deseos.
Justo así, es cómo hemos de concebir la idea de “pescadores de hombres”: como echar un salvavidas a quien se ahoga en sus penas, en sus problemas, en sus propias tinieblas. Pescador de hombres, es lo mismo que salvavidas de los demás, que red tendida para quien se hunde o bote dispuesto para quien lo necesita. Pescador de hombres, no es otra cosa que auxilio oportuno, ayuda eficaz, pero no arrogándose tales títulos, como si se tratara de alimentar el ego, sino ante todo, considerando el genuino ejemplo de nuestro Divino Maestro, Jesucristo, el Señor; quien es el primero en tender su mano, y ofrecer su cuerpo en la cruz para salvación nuestra. Por eso, es muy importante que antes de ayudar a otros, nos dejemos primeramente ayudar por el Señor, pues si salvó a Pedro de las aguas al hundirse, y lo pescó de su mano para evitar su perdición al haberlo traicionado con la triple negación; así a nosotros también, nos despliega su mano y todo su ser, para sacarnos de los distintos mares pecaminosos en los que a menudo nos encontramos.
Entonces, queda claro que no sólo somos “peces” u “ovejas”, sino que además de esto, somos “pescadores y pastores”, ya que si recibimos ayuda para ser atraídos al sendero de la Luz y el Bien, asimismo estamos llamados a cooperar para que otros sean de igual forma atraídos al Señor. De manera que, fungimos un doble papel: peces y pescadores, ovejas y pastores, porque en efecto, podemos aplicar la misma máxima con la figura del pastor y su rebaño; si hemos sido apacentados por Dios con abundantes cuidados y tiernas consideraciones, también estamos llamados a hacer lo mismo con nuestros semejantes, de tal suerte que nadie se sienta solo “pescador” o solo “pastor” , puesto que estos títulos son en sentido estricto, exclusivamente de Aquel que ha venido del cielo para conducirnos al cielo.
Con razón, convenía que Jesús diera a Pedro y a los demás discípulos pistas de su poderío, pero no solo por la realización de una captura copiosa de peces, sino de personas que habrán de experimentar su cercanía, su amor, su compasión y sus magistrales enseñanzas. Por último, como bien podemos ver, era necesario que este milagro comenzara en el “jardín de las riquezas”, Genesaret, porque ahí en ese lago; estaban contenidos los primeros peces, las primeras joyas de la predicación de la pesca y del pastoreo: los discípulos, a la cabeza Simón Pedro, y después todos nosotros que oímos hasta estos días, tan admirable pasaje. Desde ese momento, la pesca y el rebaño que es la Iglesia, no deja de crecer de bendecir y alabar a Dios, porque como decía san Juan Pablo II: “Todo es don, todo es gracia”
Por tanto, ¿Cómo no convencernos del amor de nuestro Dios? ¿Cómo no dejarnos pescar? Dejémonos picar por el anzuelo de su amor, que su palabra nos conduzca a ser de él y a obrar en su santísimo nombre.
“Deus caritas est”.