Diác. Rodrigo Misael Olvera

Diócesis de Xochimilco

Comentario al Evangelio

Queridos hermanos: nos encontramos en el último domingo del tiempo cuaresmal, y las lecturas de la liturgia de hoy culminan el mensaje de las promesas de Dios para la humanidad. La glorificación de Cristo se realizará con su pasión, muerte y resurrección.

Proféticamente, los judíos esperaban un mesías bajo la apariencia de un rey poderoso que continuaría el estilo real de David y que restituiría a Israel su pasado glorioso. Sin embargo, Jesús pone en el centro de su mesianismo la donación de su vida y la posibilidad dada al hombre de poder aceptar el proyecto de Dios sobre la misma. De esta forma, Jesús presenta la donación de su vida, como característica crucial de su mesianismo.

Por eso, el acontecimiento central y decisivo de su vida decide describirlo recurriendo a su ambiente, del cual toma las imágenes de esta parábola (la semilla), con el fin de que sus palabras resulten interesantes y cercanas.

La parábola del grano de trigo se centra en la fecundidad de sí mismo. Jesús se dirige a sus discípulos usando un ejemplo sencillo y claro como el de una semilla, y les dice: Si el grano de trigo cae y muere, dará frutos, de lo contrario, quedándose solo, quedará infecundo (Jn 12, 24). Luego afirma que: El que se ama a sí mismo, perderá la vida, pero quien desprecie la vida en este mundo, se gana la vida eterna (Jn 12, 25).

La primera de estas ideas de Jesús es clara. Con la vida sucede lo mismo que con el grano de trigo, que tiene que morir para liberar toda su energía y producir algún día su fruto. Si no muere, se queda solo encima de la tierra. Por el contrario, si muere, vuelve a levantarse trayendo consigo nuevos granos y nueva vida.

No se puede engendrar vida sin dar la propia. No es posible ayudar y vivir, si uno no está dispuesto a desvivirse por los demás. Nadie contribuye a un mundo más justo y humano viviendo apegado a su propio bienestar. Y nadie trabaja seriamente por el reino de Dios y su justicia, si no está dispuesto a asumir los riesgos y rechazos que sufrió Jesús.

Nos pasamos la vida tratando de evitar sufrimientos y problemas. Incluso, la cultura del bienestar nos empuja a organizarnos de la forma más cómoda y placentera posible, porque es el ideal supremo. Estamos tan acostumbrados a los bienes, las comodidades y los placeres, que constantemente caemos en el hedonismo. Pero esta obsesión por el propio bienestar empequeñece a las personas.

Sin embargo, hay sufrimientos y renuncias que son necesarios, si queremos que nuestra vida sea fecunda. De hecho, la segunda lectura, que está tomada de la Carta a los Hebreos, es prueba de ello, puesto que Cristo con su sufrimiento y muerte en la cruz, nos trajo la salvación eterna y la posibilidad de que se nos perdonaran nuestros pecados.

De su muerte brota abundantemente la vida de Dios. De esta manera sencilla y clara, el Señor nos da la idea de donar generosamente la vida, la misma que tiene que pasar por dos procesos vitales; caer y morir, para transformar el corazón y producir frutos. Con decir que debemos caer, nos referimos a la invitación que el Señor nos hace a salir de nuestras comodidades, a ofrecernos, y entregarnos a nuestros hermanos. Y por otro lado, morir a nosotros mismos implica más profundidad, puesto que es perderse en la vida de los demás, porque sólo así podremos engendrar vida y dar más frutos para la vida eterna.

En cierto sentido, es un acto de renuncia a la posibilidad de siempre querer estar arriba y por encima de los demás, de ganar, de triunfar, de tener fama y prestigio, poder y riqueza. Jesús sabe que el momento de su muerte está más cercano, pero no la ve como una bestia feroz que lo vence y lo devora. Es verdad que ella tiene las características de las tinieblas y de la angustia, pero Jesús posee la fuerza del misterio de la vida sobre la muerte.

Jesús es consciente de que, para conducir a la humanidad a la meta de la vida divina, él debe pasar por la vía estrecha de la muerte en una cruz. El anonadamiento de Jesús es comparable a la semilla de vida sepultada en la tierra. En la vida de Jesús, amar es servir y servir es perderse en la vida de los demás.

El Señor Jesús nos invita a dar frutos abundantes, pero valdría la pena preguntarnos: ¿Es mi vida expresión de la donación de mí mismo? La Madre Teresa de Calcuta, nos recordará con una frase muy estimada: “El que no vive para servir, no sirve para vivir”. En nuestra vida, cómo cristianos, fuimos plantados al igual que aquella semilla para dar fruto, que se ve reflejado en nuestro testimonio cotidiano y desde ahí podemos propagar la semilla del reino de Dios a los demás.

Cristo colgado en una cruz, nos está haciendo visible el amor incalculable de Dios a todo ser humano. Únicamente mirando a Jesús sobre el madero, podremos descubrir la manifestación suprema del misterio de Dios. Y nuestra entrega parte del deseo de servir a Jesús, de colaborar en su tarea, de vivir solo para su proyecto, de seguir sus pasos para manifestar de múltiples maneras, como nos ama Dios a todos. Sólo así comenzamos a convertirnos en sus seguidores.

Sigámonos preparando, para adentrarnos al misterio pascual en el que contemplaremos a Jesús dando su vida por nosotros. Centremos nuestra mirada interior en Él, y dejémonos conmover, al descubrir en esa crucifixión el gesto final de una vida entregada día a día, por un mundo más humano para todos. Solo empezaremos a conocer a Jesús de verdad, cuando seamos capaces de escuchar, aunque sea sigilosamente, su llamada. Esto es ser cristianos; escuchar su voz, estar dónde estaba Jesús, ocuparnos de lo que se ocupaba él y tener la meta que él tenía.

Domingo V - Cuaresma - Ciclo B