Pbro. Lic. Juan José Hernández Flores
Arquidiócesis de México
Comentario al Evangelio
Si contemplamos la historia de la salvación, que va desde la creación y hasta nuestros días; podremos darnos cuenta que toda ella, ha sido una lucha campal entre el misterio de la luz y el misterio de las tinieblas, disputándose, la vida de los hombres.
El misterio de la luz, desde luego, lo compone el designio amoroso de nuestro Dios, que continuamente nos ofrece la salvación y la bienaventuranza de la vida eterna. Además de iluminarnos y guiarnos con su palabra; nos auxilia y nos santifica con su gracia para llegar al conocimiento de la verdad. En cambio, el misterio de las tinieblas es la reacción rebelde, subversiva, revoltosa de la inteligencia y de la voluntad humana inclinada al pecado y al mal, que nos confunde, nos miente, nos ciega, nos degrada, nos contrapone unos con otros, generando rivalidades absurdas y fomentando una separación tenebrosa entre hombres y mujeres que impide dialogar y generar una atmósfera armoniosa, respetuosa, complementaria y fraternal; asimismo, como dice el apóstol Pablo, nos convierte en hijos de ira (Ef 2, 3).
Ante esta situación, muy latente en nuestros días -por cierto-, no podemos permanecer indiferentes, haciendo como que no pasa nada o creyendo que esto sucede muy lejos de donde nos encontramos. Con tristeza vemos que no es así. Las tinieblas cada vez, se apoderan de nosotros, tejiendo una telaraña más fuerte todavía, que busca socavar nuestra verdadera dignidad y nuestro derecho a vivir plenamente.
Ante esto, no podemos mostrar una actitud apática, irresponsable, evasiva, ni mucho menos, indefinida. Dios, busca salvarnos, recuperarnos, participarnos de sus dones, sobre todo, de la inmortalidad, de la que es principio y fundamento. Él, no se resigna a dejarnos perder en las profundidades del caos, de la miseria y de la muerte. Lo hemos escuchado en la segunda lectura de hoy: «La misericordia y el amor de Dios son muy grandes, porque estábamos muertos por nuestro pecados, y él nos dio la vida con Cristo y en Cristo» (Ef 2, 4-5).
Dios da vida, da luz, nos da sus mejores dones -nos ha dado a Jesucristo-, para que lo recibamos y con ello, con todos sus dones, nos definamos: o en aceptar su propuesta de salvación, o en aceptar la ola de libertinaje y confusión desmedida que ofrecen las tinieblas y cuya terminal es, la autodestrucción. Mientras esto sucede, la misericordia divina, abierta siempre a recibir la decisión humana, continúa expresándose en amor total, en donación permanente. Basta mirar al crucificado, al Hijo eterno de Dios inmolado en la cruz, para comprobar la envergadura de amor que nos demuestra.
«Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único , para que todo el que crea en él, no perezca sino que tenga vida eterna » (Jn 3, 16); escribe el evangelista Juan, al recoger el dialogo que Jesús mantiene con aquel letrado de nombre Nicodemo. Este, viene de noche a ver al Señor, para ser saciado de la luz de la verdad. Jesucristo, por su parte, aprovecha el momento para invitarlo a la fe en él, enviado al mundo para salvación de todos; pero aquel fariseo, no da una respuesta clara, un asentimiento conciso de su amor por Dios; duda, titubea. Reconoce en el Señor, a un rabino distinto a los demás, pero en aquel dirigente judío, pesa más el “qué dirán”, si se deja cautivar por las enseñanzas del nazareno. Y por su indecisión, aparentemente queda fuera de los márgenes de la salvación. De hecho, la invitación a renacer de lo alto, por medio del agua y del Espíritu, así como el anuncio del sacrificio que Cristo hará, son concebidas por
Nicodemo, como ideas muy altas, poco entendibles, incluso hasta fuera de sí. Pero, la misión de Jesús es clara. Él sabe que en el horizonte de su paso por este mundo, se vislumbra la cruz, cumbre del amor máximo de Dios por los hombres, que nos consigue la salvación. Jesús, al mirar la indecisión de Nicodemo, explica: «Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él, tenga vida eterna» (Jn 3, 14-15).
Recuerda aquel doloroso episodio del pueblo judío, cuando en el éxodo de Egipto, fueron atacados por serpientes venenosas, y propició la muerte de un gran número de israelitas; Dios ordenó a Moisés que hiciera una serpiente de bronce y la elevara lo más alto posible: si alguien era mordido por las serpientes, al mirar a la serpiente de metal, quedaban curados (Nm 21, 4-9).
La imagen de la serpiente elevada, no es otra cosa, que la prefiguración, el adelanto del luminoso misterio pascual de Cristo, porque al ser levantado en la cruz, todo el que sea reo de las tinieblas, o se encuentre mordido (herido) por el pecado; por los méritos del crucificado, se sane, se salve y se regenere de nuevo para la luz y la vida de los hijos de Dios. Precisamente porque el Hijo no ha venido a condenar, sino a salvar.
Decía san Agustín: “el médico, en lo que depende de él, viene a curar al enfermo. Si uno, no sigue las prescripciones del médico, se perjudica a sí mismo. El Salvador vino al mundo… Si tú no quieres que te salve, te juzgaras a ti mismo”. Con esto, podemos caer en cuenta, que si es grande el amor de Dios por los hombres, que no escatimó ni a su propio Hijo, para nuestro bienestar; con mayor razón, es igual de grande nuestra responsabilidad para poder ser curados, liberados, y salvados por el Hijo del Altísimo.
Por tanto, para experimentar estos grandes beneficios en nuestra carne, es necesario confesar nuestro pecado, reconocernos verdaderamente necesitados de Dios, para que el perdón, dado desde lo alto de la cruz, cobre efecto en cada uno. Pero, ¿Qué es confesar nuestro pecado? No sólo es decirle al confesor lo que hemos hecho mal, sino que sobre todo, es hacer conciencia de que lo que se ha cometido deliberadamente, afecta en primer lugar, a quien lo comete, y en segundo lugar, a quienes están cerca de nosotros. Confesar nuestro pecado, implica también, detestar lo que hemos dicho o hecho.
Explicaba el papa Benedicto XVI: “Las buenas obras comienzan con la condenación de las obras malas, y es que a veces, nosotros los seres humanos, amamos más a las tinieblas que a la luz, porque estamos atados a nuestros pecados. Sin embargo, la verdadera paz, la verdadera alegría sólo se adquiere abriéndose a la luz, y condenando nuestros propios actos errados, para comenzar, entonces el verdadero cambio, la auténtica conversión…” con todo esto, valoremos, pues, el amor que Dios nos tiene y aprovechemos los dones que proceden de su afecto por nosotros. Sobre todo, en este tiempo de Cuaresma, miremos más al crucificado y arrepintámonos sinceramente de nuestros pecados, para ser iluminados por el Señor, que ha venido al mundo para salvarnos y no para condenarnos.
Deus caritas est.