Pbro. Lic. Juan José Hernández Flores

Arquidiócesis de México

Comentario al Evangelio

¿Fe incrédula? ¡Lo veo y no lo creo! La página del evangelio de este domingo (Lc 24, 35-48), nos ubica todavía, en las impresiones apostólicas que propició el hecho de la Resurrección del Señor Jesús.

Con abundante detalle, y admirable pericia, el evangelista Lucas, nos ha presentado el momento exacto en el que los discípulos de Emaús, jadeantes por la prisa, vuelven a Jerusalén a contarle a Pedro y los demás, lo que les paso en su aldea; cómo se les apareció el Señor por el camino, y la forma en que lo reconocieron al partir el pan.

Pero, mientras compartían su experiencia, algo todavía más hermoso y asombroso, sucedió. El hálito de vida del Resucitado, los envolvió en un cálido deseo: «La paz esté con ustedes » e inmediatamente pudieron verlo (Lc 24, 36). En efecto, el miedo no se hizo esperar ni en su cuerpo ni en su corazón, porque creían ver un fantasma; después, vino el estupor, seguramente su mente se preguntaba: “¿cómo es esto posible?”; luego le siguió la incredulidad: “¡No, no es cierto! ¡Esto es un sueño!”; y finalmente, la alegría. Es más, emocionemos un poco más, juntemos la incredulidad y la alegría. A causa de esta última, no podían creer lo que su vista, oído y tacto; constataban. ¡Sí, es él! Es Jesús, el Maestro. ¡Está vivo! ¡Ha resucitado!

¡Qué bella incredulidad! Resaltemos y admiremos este tipo de duda, porque no es lastimosa o contraria a la fe, ni mucho menos ofende a nuestro divino Salvador. Es una incredulidad diferente, porque en el fondo es la actitud del que ya cree, pero de pura alegría y emoción, está en ese proceso de saltar a la fe definitiva. Esta actitud es equivalente a la típica expresión que a menudo usamos, sobre todo, cuando algo nos impresiona demasiado: “¡Lo veo y no lo creo!”. O también: “¡Demasiado hermoso para ser real!”.

A esto, paradójicamente bien lo podríamos nominar: “fe incrédula”. Inclusive, para ayudarlos a dar ese salto de la impresión y la alegría, a la certeza de su resurrección; Jesús pide de comer a aquellos hombres. Evidentemente, este recurso empleado por el Señor, es para que los mismos discípulos comprueben que en verdad es él, en carne y hueso. Pero, en carne glorificada, inmune a la muerte.

La inquietud que presenta de comer algo, es para que caigan en cuenta que no es un fantasma, pues este, no come porque es espíritu; pero Jesús, sí come, porque no es espíritu, sino que es hombre, y con ello busca arrancar toda idea fantasiosa de su corazón. Afirma santo Tomás de Aquino: [es Cristo en persona, porque] “la divinidad jamás abandonó el cuerpo que había asumido”.

Ante la petición de comer algo, escribe el evangelista que los discípulos le ofrecieron un trozo de pescado asado, él lo tomó y comió delante de ellos (Lc 24, 42-43). San Gregorio Magno, dice que: “El pez asado al fuego, no significa otra cosa que la Pasión de Jesús, Mediador entre Dios y los hombres. De hecho, él se dignó esconderse en las aguas de la raza humana, aceptó ser atrapado por el lazo de nuestra muerte y fue como colocado en el fuego por los dolores sufridos en el tiempo de la pasión”. Gracias a estos signos, muy realistas y también necesarios –por cierto-; los discípulos superan la incredulidad aparentemente grotesca, para abrirse al don de la fe.

Y así, todo esto nos dice algo muy importante sobre la resurrección de Jesús; que no se trata de un mero milagro, sino que es ante todo, un mundo nuevo, una realidad ajena a nosotros –sí, obviamente- pero abierta a cada uno, a la cual se entra en ella acompañados de la fe, ligada al estupor y la alegría. Porque la resurrección de Cristo es la nueva era, la nueva creación, ya que no se trata solo de creer que él se despertó de la muerte y ya, sino que se trata de conocer y experimentar el poder de la resurrección, el poder de sentirnos hombres y mujeres nuevos, ajenos a toda inmundicia y maldad.

Justo en esto, radica la dimensión más profunda de la Pascua del Señor: en ver y saber que en él, todo se renueva, todo se recrea; que el tiempo deja de ser sólo historia, para pasar a ser eternidad, -y lo más importante- que el hombre, purificado de su antiguo pecado, puede ser el sujeto más bello, pacífico y noble de toda la creación. La resurrección de Cristo, nos dice a todos: que al final, lo que vence es la paz y el amor. Tal vez de este hecho, surja en consecuencia: la bella costumbre que cuentan, y que existe hasta hoy, en el mundo ortodoxo.

Ellos -los ortodoxos-, sobre todo en este tiempo pascual; cambian su saludo por una hermosa jaculatoria, que bien podríamos nosotros adoptar también. Cuando van por las calles o las plazas, saludan así: “¡Cristo ha resucitado!” y a quien se le dice esto, responde: “¡En verdad ha resucitado!”. Es más dicen que, hay algunos, que no sólo dan este saludo, sino hasta el abrazo, con el que quieren simbolizar que si hay alguna diferencia entre ellos; que esta quede en el pasado, clavada en la cruz de Cristo. ¡Ojalá que nosotros también comencemos a ver la vida así! Si algo grave, sucedió, que la luz de la resurrección, nos de la suficiente fuerza y madurez para decir y pensar también esto: “si en algo te ofendí, te falté; que quede atrás, clavado en la cruz del Señor. Nosotros, volvamos a comenzar”.

Con esto, podemos ver que el Señor, todo lo hace nuevo y que nos llama a pasar de la rutina de lo ordinario, a la alegría de lo extraordinario. Que en efecto, lo que parece estar sellado por el sorbo amargo del mal, en realidad, da paso al trago dulce del triunfo del bien. Por eso, en esta celebración eucarística, actualización del misterio pascual de Cristo, conviene que nuestro corazón se pronuncie como lo hicieron los discípulos, con una fe: viva, clara, sin ambigüedades, ni titubeos.

Dejemos que el resucitado en verdad, nos renueve, nos ayude también a dar ese salto a la confianza suma en él, y que la luz de su resurrección nos inspire a reinventarnos, reconciliarnos y estrechar la mano con aquellos con quienes más entramos en desacuerdos, que en efecto, el deseo de paz de Dios, sea en nosotros una feliz realidad. Supliquemos fervientemente, que sane toda herida de desconfianza en él, y en los demás para ser hombres, verdaderamente nuevos, renovados. Hombres portadores y constructores de paz.

Deus caritas est.

III Domingo de Pascua - B