Pbro. Lic. Juan José Hernández Flores
Arquidiócesis de México
Comentario al Evangelio
La página del evangelio de este día, nos ubica en el llamado de los primeros miembros del colegio apostólico. Juan, el evangelista, nos ha descrito con lujo de detalle el momento en que los discípulos del Bautista, pasan a ser discípulos del Señor.
Andrés y otro discípulo, cuyo nombre no se nos dice, eran del grupo del Bautista. Él, los instruía en el amor a Dios y de la verdad, sin embargo, dice el evangelista, que luego de darse cuenta que Jesús pasaba cerca de ellos; fijaron su mirada en él, y Juan, recordando cuál es su papel, señala a los discípulos que ese hombre «es el Cordero de Dios» (Jn 1, 36). Precisamente esta es la misión de Juan el Bautista, y de todo discípulo: ser indicador de Jesús, no más.
Ser medio de encuentro entre Dios y los hombres. El evangelista, de forma acertada, dice del Bautista: «él no era la luz, sino testigo de la luz» (Jn 1, 8), y es verdad. Pero resulta sorprendente, y a la vez admirable; el desprendimiento y la sencillez con que Juan, en medio de su reconocimiento por los hombres, le da el relevo al Señor Jesús. Juan el Bautista sabe perfectamente cuál es su tarea, y no pretende apoderarse de algo que no le viene, al contrario; al paso de la Luz, la reconoce y la señala, como para que todos sepan a quien recurrir, con quien sí conviene ir.
La pobreza y la simplicidad de Juan, desvela la grandeza de su ser. Ya que en medio de su acreditación, no se aferra, ni tampoco usurpa sitial alguno. En él, puede ser más amigo del Novio, ser testigo, que Juez y Mesías. ¡Ojalá, toda la humanidad aprendiéramos de Juan, a sabernos guiar siempre por la verdad, y no por los deseos pretenciosos de figurar lo que no se es! De verdad, viviríamos muy en paz, y más felices.
Por ello, Jesús, abiertamente señala: «entre los nacidos de mujer, no ha habido alguien más grande que J u an el Bautista » (Lc 7, 28). Porque su grandeza no sólo radica en su misión indicadora, de decirnos quién es el Cordero, sino también, en su actitud humilde, desprendida: de ganar almas para Dios, y no para sí. De obtener reconocimiento por la construcción del Reino de los cielos y no para la autoafirmación. Sin duda, esta es la indiscutible cualidad del testigo y del discípulo: fungir sólo como informador, nunca como protagonista, ni mucho menos, redentor.
Lo que convierte a un hombre como discípulo y testigo del Señor, siempre será el hecho de haberse encontrado con él. De aquí que, el mensaje central de este domingo, se fije en que la autenticidad del discipulado y del apostolado, comienza con el cruce de las miradas y de las vidas de los hombres con Dios. Pero, ¿qué puede significar en tu vida y en la mía, encontrarnos con Dios, escuchar su voz? Tal vez, la respuesta no esté en el modo de hallar un beneficio específico, tan inmediato y explícito, que sea evidente de que algo ha cambiado de la noche a la mañana –como por arte de magia-, más bien, la respuesta está en descubrir en Cristo, al genuino Maestro que guía nuestras vidas a la plenitud de nuestra existencia, a la felicidad infinita. Podríamos decir, que no se trata de encontrar a Jesús, sino dejarnos encontrar por él. Y la mejor disposición para que esto se dé, es una actitud de búsqueda sincera del bien y la verdad.
En el fondo, lo que revelan los discípulos de Juan, es una búsqueda ansiosa de la verdad. Dice el evangelista, que enseguida de que el Bautista señala quién es Jesús, los discípulos emprendieron el camino donde el Señor (Jn 1, 37), y con ese ánimo de indagación, tienen el primer contacto con Jesucristo. Entonces, resulta emocionante la escena, Jesús se da cuenta que Andrés y el otro discípulo, vienen detrás de él, con espíritu inquieto, curioso; «al ver que lo seguían, les preguntó: ¿Qué buscan? » (Jn 1, 28). Dios se muestra abierto a todos, si alguno lo busca, se deja encontrar, se muestra. Así, vemos lo necesaria e importante que es también la disposición humana. Si el ser humano quiere ver al Señor, él accede, se manifiesta, no se hace del rogar, ni tampoco nos deja esperando o en visto –como muchos hacemos, con él con los demás-. Si se desea encontrar al Señor, él se revela. En efecto, así lo dice el autor del libro de la Sabiduría:
«Con facilidad la contemplan [la Sabiduría-Dios] quienes la aman y ella se deja encontrar por quienes la buscan y se anticipa a darse a conocer a quienes a los que la desean» (Sb 6, 12-13). Cristo, con los primeros discípulos hace eso, al preguntarles ¿qué buscan? abre la puerta a la interacción personal, al dialogo. Consideremos las miradas tanto del Señor, como la de los discípulos y unámoslas a esta pregunta, que no puede entenderse como una actitud osca, fría, impenetrable; sino por el contrario, una pregunta con la que inicia el encuentro.
¿Qué buscas? ¿Qué buscan? hoy dejemos que resuene esta interrogante también en nuestra mente: ¿Qué busco? Es curioso cómo esta cuestión, Jesucristo la volverá a decir al principio de su pasión, en el momento de su arresto, -allá en el huerto de Getsemaní-, cuando los enviados de los sumos sacerdotes salen con antorchas y palos para capturarlo (Jn 18, 4); y luego, la dirá al resucitar de entre los muertos, cuando María Magdalena, desesperada por no conocer el paradero de su Maestro; llora amargamente; Jesús le dirá: «Mujer, por qué estás llorando ¿A quién buscas?» (Jn 20 15). De aquí, que esta pregunta sea el parteaguas de un encuentro, de un roce primero con Dios.
Buscar a Dios, siempre será la acción más acertada y saludable que el ser humano puede hacer, porque existe la seguridad que no seremos defraudados, que seremos atendidos, oídos, protegidos y bien recibidos por el mismo Señor. Pero, volvamos de nuevo al evangelio; después de oír la pregunta de Jesús, aquellos hombres, agregaron: «Rabbí (que significa Maestro), ¿dónde vives? Jesús contestó: ¡ Vengan y lo verán!» (Jn 1,28-39).
Con esto, comprobamos lo accesible que es el Señor; aquellos preguntaron y obtuvieron respuesta. ¡Y qué respuesta! Verificaron donde vivía. Así es Dios, luego de una inquietud, se halla el tiempo de la resolución. Dice San Agustín: “Él les mostró dónde moraba, fueron y se quedaron con él. ¡Qué día tan feliz y que noche tan deliciosa pasaron! ¿Quién podrá decirnos lo que oyeron de boca del Señor? Edifiquemos y levantemos también una casa en nuestro corazón a dónde venga él a hablar con nosotros y a enseñarnos”.
Como hemos visto, para llegar a Dios, no se requiere de otra cosa, que no sea disposición, ese espíritu inquietante de búsqueda. Hoy, hemos confirmado lo bueno que es el Señor, que para encontrarnos con él, no es necesaria una cita, una larga espera, que si en realidad queremos unirnos a él, podemos hacerlo, porque sus brazos y su corazón siempre estarán abiertos. En este día, agradezcámosle su amor y permitamos que aquella pregunta que refiere a lo que buscamos, sea relacionada no sólo en obtener algún favor de él, sino en crear ese espacio –como dice san Agustín- dónde podamos recibirlo, oírlo y aprender de sus perfectas enseñanzas.