Pbro. Lic. Juan José Hernández Flores
Arquidiócesis de México
Comentario al Evangelio
"Consuelen, consuelen a mi pueblo" –dice el profeta en nombre de Dios–. Hablen al corazón de Jerusalén, díganle a gritos que ya se ha cumplido su tribulación» (Is 40, 1-2). Consuelo. Consuelo necesitamos. Úngenos, Señor, con el bálsamo de tu presencia.
El mensaje de este segundo domingo de Adviento, se ubica en el anuncio de la salvación que es para todos. En aquel Consuelo que proviene del cielo, para manifestar con todo su esplendor la hermosa cercanía de Dios a los hombres. El contexto en el que se desarrolla la primera lectura de hoy; Israel, el pueblo predilecto se halla en grandes sufrimientos, sumergido en penosos conflictos. Ellos, –los judíos–: andaban errantes, exiliados, totalmente llenos de miseria, sin tierra, sin recursos para sobrevivir, sin unidad, ni identidad como nación, sin protección que garantizara su seguridad y bienestar. En síntesis, andaban huérfanos. Los flagelos recibidos –consecuencia de su misma necedad– rasgaban su espalda y corazón a tal punto que las lágrimas se habían convertido en su único pan, –así como a más de uno, nos ha pasado, quizá– para aquel pueblo, ya no había ilusiones, ni esperanzas. ¿Y qué decir de la fe? esta, cada vez languidecía, adelgazaba. Parecía que todo estaba determinado, y que la muerte acompañada de la escalofriante desolación, era el dictamen final. ¿Qué más desgracia podrían beber? ¿Qué más les podía pasar?
¡Pobre Israel! exiliado, hambriento, llagado por la crueldad de sus adversarios, henchidos de gran carestía, revestidos de pestilente indigencia y sin fe; vislumbraba sólo el día de su exterminio total. Pero, he aquí la voz esperanzadora de Dios que anuncia el profeta Isaías: Consuelen, Consuelen a mi pueblo. «Preparen el camino del Señor en el desierto, construyan en el páramo –en la estepa– una calzada para nuestro Dios… entonces se revelará la gloria del Señor y todos los hombres la verán…» (Is 40, 3. 5). Preparar. Nuevamente aparece esta palabra en la liturgia dominical, que pasa de ser un simple verbo, a una firme exhortación, a una necesidad elemental para admirar la gloria del Señor: “Preparen el camino”, o sea, arreglen, dispongan, compongan el sendero de sus vidas, porque viene Dios.
Lo que en el pasado subsistía como un escenario árido, desértico, marchito, lúgubre, sin matices luminosos, sin esperanzas, sin ganas de continuar; ahora será renovado por el caudal impetuoso del poder divino. Todo comenzará a rejuvenecer, a florecer. La era del sufrimiento, de la soledad, del vacío, de la enfermedad, de la miseria, de la muerte, que teñía la vida del ser humano en escala de grises; debe terminar. Ahora la vida, el tiempo, el espacio, y todo lo que hay alrededor; será coloreado de la magnífica presencia del Creador, con delicados tonos que hacen -sobre todo al alma humana-: reiniciarse, volverse a enamorar, retomar las fuerzas y las ansias de vivir y de saber que vale la pena seguir en este valle temporal, hasta que lleguemos a la morada definitiva, la Jerusalén Celestial, donde los cielos nuevos y la tierra nueva nos aguardan (2 Pe 3, 13).
Preparar el camino al Señor es la exhortación más genuina a la conversión verdadera. Preparar, equivale a cambiar lo que en conciencia sabemos está incorrecto, es contrario a nosotros o nocivo para nuestra salud; reparar lo que nuestras decisiones y actitudes ha roto; llenar lo que se encuentra vacío; retirar lo que no funciona, no sirve, o se ha corrompido. Prepararnos para el encuentro definitivo con el Señor, es el gesto más hermoso que podemos tener con él. Es como si le dijéramos: “Dios mío, todo mi ser está listo, dispuesto, arreglado. Sólo por ti; sólo por mí. Sólo para ti; sólo para mí”. En efecto, esta es la finalidad del Adviento: trabajar, limpiar, retirar, colocar –según sea el caso-; para que el hogar de nuestro interior, quede perfecto para invitar a pasar al Señor. Dice Eusebio de Cesarea, gran escritor cristiano en los primeros siglos de la Iglesia: “preparar el camino al Señor, consiste en disponerse a la nueva consolación que se recibe con la asimilación del evangelio, donde se contiene el deseo de que la salvación llegue al conocimiento de todos los hombres”.
Jesucristo es el Consuelo, el verdadero Consuelo, el abrazo elocuente que el cielo nos envía para fundirnos en los brazos celestiales, para hacernos sentir realmente queridos, valorados, amados, tomados en cuenta. Es el abrazo que tanto grita la humanidad para sentirse comprendida, acogida, protegida y colmada de fuerza para retomar su peregrinaje por esta tierra. Es el apapacho de Dios, que a menudo, tanto mendigamos equivocadamente con amores fugaces, que lo único que hacen es abusar de nosotros, despojarnos de lo poco que tenemos, y abandonarnos más tarde dejándonos a la deriva. Es la caricia que nos devuelve la confianza en nosotros, y la que nos recuerda que en realidad, no somos malos, que somos capaces de amar y ser amados. Con la llegada de Cristo al mundo, Dios nos dice que en efecto, le duele nuestra miseria, le puede nuestra virulenta y tóxica situación. Es por ello, que nos envía un augusto Medicamento: su Justicia, su Amor, su Misericordia, su Paciencia, su Comprensión, y cuyo nombre es Jesús. El mismo del que habla el Bautista: aquel que nos bautizará con el fuego del Espíritu Santo (Mc 1, 8).
Por tanto, convendría que cada uno, en este santo tiempo de Adviento, advertidos por la inminente llegada del Señor, comencemos a componer nuestro presente. Hagamos un puente de conexión entre Dios y nuestros asuntos, entre su Gracia y nuestra debilidad, entre nuestro pensamiento y sus proyectos. Dejémonos consolar, confortar y fortalecer por el Señor. Lo necesitamos. Lo necesitamos. Por eso, que nuestro espíritu no se canse de suspirar por el Señor y de decir continuamente: ¡Ven Señor Jesús!