Pbro. Lic. Juan José Hernández Flores

Arquidiócesis de México

Comentario al Evangelio

«El curso del Adviento es propicio. Y la voz del Bautista se alza como un sonido estridente de trompeta: «Preparen el camino del Señor…» (Lc 3, 4).

La dinámica del Adviento, por naturaleza es preparar. Disponer todo para el retorno del Señor. Las quiméricas ideas que el mundo contemporáneo nos ofrece, constantemente se vuelven obstáculo para aceptar que el tiempo apremia, que la vida se nos escapa como agua entre las manos y que es necesario velar, estar atentos. El Señor viene. Viene con poder implacable, viene a hacer recto lo que se ha torcido. Viene a colmar lo que se ha vaciado. Viene a disminuir lo que impunemente ha crecido. Viene a allanar todo lo que se hundido. Viene para gobernarlo todo con justicia.

La voz que le precede, y que peregrina por la desértica sobriedad, advierte con vehemencia y sin rodeos: «enderecen los senderos» (Lc 3, 4). Es Juan, su precursor. Es el Bautista, enviado a anunciar que el Reino está cerca. El mensaje que anuncian sus labios, irrumpe en la monótona vida cotidiana salpicando de prácticas penitenciales el espíritu para poner en guardia el corazón humano que anhela el encuentro definitivo con el Señor. La exhortación del Bautista convoca un nuevo comienzo. Un volver a empezar. Cuando parecía que todo estaba perdido y que no había remedio de salvación alguna, cuando se creía que la esperanza se estaba marchitando, surge esta llamada insistente en donde la sociedad es animada a refundarse en los valores de la justicia y de la paz, a situarse nuevamente en los ejes de la alianza.

Las instrucciones que el Bautista anuncia, son obras necesarias para concretar el proyecto de justicia dibujado desde el principio por Aquel que es la Justicia. Los caminos rectos, enderezados, son la comparación de los corazones buenos, no malintencionados, los hoyos rellenados, son la imagen de las carencias –de toda índole-, que cada uno posee, y que sólo en Dios pueden ser colmadas; las cuestas demasiado elevadas, que son rebajadas, forma parte de la figura de la igualdad que la ley divina busca dar a cada hombre y a cada mujer de todos los tiempos, sin distinción alguna.

La equidad es la verdadera gran transformación que la palabra divina promueve en la sociedad humana y en su historia. De aquí, pues, la urgencia de preparar. De estar atentos. Con la segunda vela encendida.

San Pablo, por su parte, descubre que el éxito de la preparación, se obtiene con el mismo amor con que ama Dios; y con la súplica puntual y alegre de unos por otros; la cual, se inclina al perfeccionamiento de la obra del Señor que en cada hombre, en cada mujer, en cada anciano, en cada niño se ha suscitado y que se espera siga dando frutos hasta el día final y glorioso en que regrese Cristo el Señor (Flp 1, 4-6).

En la biblia, el término “día”, contiene un aspecto muy significativo, desde el profeta Amós, -allá, por el capítulo quinto de su libro profético-; se habla del día de Yahvé. Un día terrible, plagado de figuras purgantes y de sucesos portentosos. En cambio aquí, en la carta a los filipenses; el apóstol Pablo menciona el “primer día” para hacer referencia a la recepción inicial del evangelio de Jesucristo. El hecho de haber escuchado la palabra de la gracia salvadora de Dios y el compartirla con los demás, es como un nuevo Edén, un comienzo de vida. La creación de algo completamente nuevo.

El “día final” es el de Cristo, que constituye el fin último de la vida del hombre y al que cada persona desea llegar. En este sentido, la Iglesia vive entre dos días. Es cierto, nosotros, -los cristianos de este tiempo-, nos ubicamos en las coordenadas de la expectación, vivimos en un mundo muy voluble, en el que nada está acabado, pero que afortunadamente –en todo momento- algo se puede hacer. Nuestro tiempo es propicio para amar a Dios y esperar en su majestuoso retorno, de tal manera que todo lo bueno y hermoso que ha sembrado en nosotros madure y llegue a buen término.

Por ello queridos hermanos, es bueno asociarnos a la oración de la Iglesia suplicante –que hemos pronunciado al inicio de esta celebración eucarística, más específicamente en la oración colecta-: “que el aprendizaje de la sabiduría celestial nos lleve a gozar de su presencia”. Que la comprensión y el sentido de preparar, enderezar, allanar o rebajar –según sea el caso-, sean prácticas eficaces en nuestra vida para que comprendiendo lo que es bueno y justo avancemos por el sendero de la unidad y de la paz.

Quiero terminar esta homilía con la invitación que San Bernardo de Claraval, hacía a sus hermanos monjes, y que me parece, va muy acorde con lo que hemos meditado, el monje francés, queriendo concientizar a otros monjes sobre la importancia de mantener listo el corazón para la llegada del Señor, les decía: “No tienes necesidad, oh hombre, de atravesar los mares ni de elevarte sobre las nubes y traspasar los Alpes; no, no es tan largo el camino que se te señala: sal al encuentro de tu Dios dentro de ti mismo. Pues la palabra está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón. Sal a su encuentro con la compunción del corazón y la confesión sobre los labios, para que al menos salgas del basurero de tu conciencia miserable, pues sería indigno que entrara allí el Autor de la pureza. Lo dicho hasta aquí se refiere a aquella venida, con la que se digna iluminar poderosamente las almas de todos y cada uno de los hombres”.

Salgamos al encuentro del Señor dispuestos, preparados listos para encontrarnos con él, que ninguna idea fantasiosa o promesa ilusa nos impida acercarnos a él. Volquemos el corazón a la esperanza para que con voz pertinaz y actitudes contundentes diariamente digamos: ¡Ven Señor Jesús!

II Adviento - Ciclo C